Jorge Etcheverry
Ha pasado un gran pájaro, con alas sumamente grises—Desdigámonos. Ya nos hemos pasado cerca de 50 años entregados a este jueguito idiota—Y no son palabras mías. A eso volveremos más adelante
No, no es un gran pájaro, ustedes ya sabían. Es que esta zona pasa ahora a través de la punta de un ala de un gran pájaro, y eso hace que la niebla y una suave y tupida nieve se deje caer afuera cubriendo paulatinamente todo y haciendo—a futuro—nuestro regreso por esas calles grises y espaciosas, más chapaleado, nuestra espera de los buses más incómoda. Ya no somos unos niños chicos, una pequeña voz me dice instalada al interior de mi cabeza, acomodándose otro poco, repatingándose en ese asiento gris neuronal donde sus dimensiones parecen haber aumentado, su voz adquirido volumen, así, pronunciado con acento
—busca el socorro de lo conocido. Evita lo por conocer. Ésa es otra voz, que sin embargo no habla, que sin embargo parece murmurar, consulta su reloj pulsera, instalado bajo un farol en una esquina eterna, ahora insensible al graznido de las gaviotas, hace décadas, restringidas o autolimitadas a parajes costeros, ahora, válgame Dios—Alguien dice, volando sobre las ciudades, disputando aleros y parques a las palomas, piletas y lagunas a los patos
Busca el cálido aroma de los usos y costumbres, no el olor denso, ácido y picante del sexo que propone la aventura, como antaño amantes jóvenes de sangre mestiza. A pesar de las piernas aún musculosas “para caminar, para correr”—Ésa es una voz infantil—Pero ya herrumbrosas, avanzando reluctantes hacia horizontes más limitados, como una barca semicaróntica, una nave de los locos se acerca a las aguas más pesadas del Borde del Mundo, y ya se perciben, si uno no se tapa los oídos de cera, el bramido del Behemot sobre el que descansa todo este planeta
Y que oliéndonos dilata sus inmensas fosas nasales y nos hace llegar el calor de sus hambres, vislumbrar las oquedades casi sin fondo de su garganta y estómago
Mientras los días, o digámoslo mejor, el carrusel de los días rota cada vez más ligero con cada vuelta que da
Habíamos quedado en realidad en un individuo, un poco peyorativo en nuestro idioma, una persona más bien: aquí aparece, desde lejos no se le nota la edad y lo agradece. Ahora parece que se ha fijado en nosotros, no sabe cómo tomarnos, pero parece que de todas maneras se nos va a acercar, con las manos en los bolsillos, con la curiosidad de los ojos que todavía después de décadas parecen pinchar, aprestando la legua que se bifurcará cuando esté cerca, a la primera de cambio, la mano en el bolsillo del pantalón, inventariando quizás el sencillo que nos dará para suprimir nuestra voz, nuestra curiosidad y nuestras inquisiciones, cortándolas como el segador ciega las espigas aplastándolas como el martillero martilla la cabeza del clavo
O bien abriendo en el interior de ese mismo bolsillo, y con una sola mano la navaja tan acerada que sólo se la ve de perfil, y que dicen que él tan sólo sabe manejar, cuyos cortes no se sienten inmediatamente, algunas veces pasan varios días—pero que en casi todos los casos resultan mortales
Es a él a quien hemos venido, sin siquiera esperar que tomara el bus hacia espacios que le son más suyos, desde cuyos asientos y reclinajes nos hubiera podido interpelar de vuelta, con aparente menosprecio e ironía, pero con una aceptación y resignación de base. Todos venimos con nuestra cosa, ahora lo vamos a pillar en despoblado, no podrá negarse a escuchar nuestras voces plañideras, el coro de nuestra necesidad, compuesto de voces tan individuales respecto a su calidad, volumen y timbre, incluso idioma, pero que en realidad—Él se lo ha dicho a alguien a quien conocemos—le parecen provenir de un coro homogéneo de una especie de batracios en vías de extensión y de extinción
Pero, se equivoca, medramos bajo la mala hierba, nos multiplicamos como conejos, como los enormes sapos australianos
—En el borde mismo de la extinción de parte sustancial de la especie
—Bajo la mirada misma de los gerentes y managers que orientan esa vasta fiesta de la concupiscencia, el momento presente y el desperdicio
—A que se entregan vastas masas—no digamos a medias, humanas, mejor parcialmente segadas y dormidas, llenando las calles como rebaños de sonámbulos, envueltos en una suave música de fondo—llenado las calles festoneadas de edificios que parecen hechos de cristal, de apariencia frágil, que se recortan contra el smog
Pero en realidad resistentes, erectos, y si pones la mano contra el frío cristal de las paredes podrías percibir apenas la tibieza, el temblor de máquinas potentes en su interior
Escuchar su zumbido