Según el internet, los diarios y la televisión ya se sabía que en alguna parte allá arriba había una vasta estructura, similar a la que había aparecido en una película muy vista de las postrimerías del siglo XX, Independence Day. Pero estas pequeñas máquinas volantes esferoidales que parecían hechas de papel de aluminio opaco con agujeros hechos al azar y de diversa dimensión en toda su superficie, y las mencionas excrecencias y corrugaciones, aunque no desprovistos de una cierta simetría de diseño no había provocado realmente terror al comienzo, sino algo parecido a la extrañeza, sino fuera porque había habido pruebas de su funcionamiento letal, que si bien no se habían difundido en forma pública, sí que había sido presenciado en ya numerosas ocasiones y era fuente permanente de rumores. Más de un gobierno, especialmente los más poderosos, había intentado alguno tipo de operación encubierta desde tierra o aire contra los visitantes, y todas las instancias no habían podido ser encubiertas. La niña yacía despatarrada en el pavimento como una muñeca tirada por niño taimado, la falda remangada con la caída y mostrando sus calzones, que J. no pudo evitar de mirar por reflejo, sintiéndose un poco culpable. Un hilito de sangre comenzaba a escurrirse por la comisura de los labios pintados de esa figura inmóvil. Seguramente al caer se había golpeado la cabeza. La gente corría en todas direcciones, mientras J. permanecía paralizado afuera del café y el dispositivo volante pasaba zumbando suavemente a escasos metros de su cabeza. Se dio cuenta de que nada surgía de esa estructura que se desviaba casi imperceptiblemente para evitar una bala que alguien le habría disparado, luego había continuado a lo largo de la calle ocasionando una estampida de transeúntes que huían a medida que avanzaba. Se pudo oír otro estruendo, y gritos, y otro par de tiros, y J. se dio cuenta de que ahora el artefacto volante, el primero que él había visto de esas máquinas que ya recibían el nombre popular de huevos voladores, había aumentado su velocidad y desaparecía a lo largo de la calle Elgin, un amplio bulevar festoneado de cafés, restaurantes y establecimientos comerciales, hacia el centro administrativo y cívico de la ciudad. Todo no había durado másde treinta segundos. Una cuadra más allá se veía la parte trasera de un automóvil que sobresalía se un escaparate que había pulverizado y se oían las sirenas de coches policiales, o ambulancias.