J. no tuvo otras noticias de Jacqueline, y cuando trataba de llamarla no había respuesta. Los mensajes rebotaban de su dirección electrónica y las repetidas veces que se apersonó a su departamento el timbre sonaba y sonaba. Cuando haciendo tripas corazón de animó a visitar a sus padres adoptivos (había sido adoptada cuando era adolescente en circunstancias bastante turbias) habían parecido confusos, sorprendidos, un poco recelosos, porque ante sus inquisiciones se habían mirado entre ellos y le habían dicho que el día anterior habían recibido una llamada de ella, habían hablado como media hora y ella les había dicho que estaba muy bien y que lo estaba pasando regio. Ella tenía casi treinta años, le dijeron, y desde que tenía veintiuno había vivido independiente fuera de la casa y vivía su vida (en negritas, bastadillas y subrayado, como él bien sabía, pensó para sus adentros).
La tenía patente, podía recordar con todo detalle su expresión un poco ausente, distraída, cuando lo esperaba a él o alguien, tal como la veía cuando llegaba a juntarse con ella o simplemente pasaba a veces por la calle y decidía espiarla fugazmente, y la miraba por el ventanal de ese café que ella frecuentaba desde mucho antes de conocerlo a él, que había llegado una noche a tomarse una última cerveza insómnica. O a lo mejor no esperaba, sino que se dejaba ir, divagar, con sus enormes ojos ausentes y el cigarrillo colgando de los largos dedos marfileños de una lánguida mano larga y fina, ocasionalmente cruzando las piernas o moviendo un brazo, de esa manera lenta que tenía, casi rayana en la torpeza, de mover su largo y delgado esqueleto. Hasta que alguien que estaba sentado a su mesa, luego de haberle pedido permiso primero por supuesto, se levantaba de la mesa con ella y ambos terminaban en su departamento que quedaba a unas pocas cuadras. Esa última parte no la había visto, eso se lo había contado ella más adelante, cuando se conocieron mejor. Más adelante le dijo que el árabe dueño del bar le cobraba plata a los fulanos que le presentaba, y que ella lo sabía todo el tiempo, y no parecía ni enojada ni avergonzada cundo se lo había contado. Más adelante aún le dijo que eso de alguna manera la excitaba. A lo mejor era otra manifestación de ese curioso síndrome, que se denominaba borderline personality, al que ella atribuía esos matices de extrañeza, el hecho de haberse olvidado su niñez y la parte de la adolescencia previa a su adopción, así como su expresión de estar siempre un poco como en otra parte. Él se había quedado medio enamorado, o a lo mejor no medio, desde esa vez que la había visto por primera vez, cuando él había saludado en español a una niña centroamericana que tocaba guitarra en las fiesta latinas que también tenía insomnio, y entonces ella se le había aproximado con su paso de valquiria con sueño cuando lo había escuchado hablar, entonces le había dicho de sopetón que ella también hablaba un poquitou d’español, aunque no se acordaba de haberlo estudiado nunca. Ese había sido el comienzo de una especie de larga amistad, por falta de otra palabra más adecuada, una especie de relación en que no estaba ausente el sexo ocasional, y que para él era mucho más importante que para ella, obviamente, y que era quizás en su ambigüedad el único tipo de relación que se podía tener con ella.