Saturday, March 15, 2008

El triste destino de F

Esta es otra de mis narraciones 'in progress'. Se relaciona o sigue a R y R, todavía inédita. Jorge Etcheverry Salió de un sueño pesado. Se sorprendió comenzando por los dedos cuando tocó la fina textura del cubrecamas. El sueño todavía le llenaba de arena los párpados, y la sensación angustiosa del coito o del intento de coito en el sueño aún le apretaba el diafragma. Siempre le tuvo aversión a la sangre. No a la sangre que uno ve en los animales, en sus diferentes presas colgando de los ganchos de la carnicería o envueltas en paquetes de celofán en los supermercados. Esa otra sangre, la sangre de los heridos, la que empapa las toallas higiénicas de las mujeres descuidadas y que el niño ve de repente al entrar al baño. La que extraída de sus venas en el laboratorio médico lo hace cerrar los ojos. No sea que al observar el procedimiento los músculos del brazo se le pongan rígidos y dificulten la extracción, obligando a la enfermera a intentar una y otra vez insertar la aguja, como le había sucedido varias veces en la niñez. La luz del martes por la mañana se dejaba filtrar por los visillos. Habían hecho una buena elección esta vez con el hotel. Si bien eso sería un lujo y una locura para la mayoría, ellos casi no tenían que fijarse en gastos. En estos países, como sabe todo el mundo, todavía el dinero cundía. La sociedad en general era más o menos opulenta, si se toma en cuenta al resto del mundo. El tradicional respeto a la privacidad de cada uno hacía que al menos en teoría se pudiera hacer lo que se quería con la plata que uno tenía y nadie se iba a meter. Lo único que a veces era realmente insoportable ocurría durante sus ocasionales viajes al extranjero. La desazón moral frente a la permanente presencia de la miseria y la suciedad. Helga, que pese a su experiencia vital y sexual era una mujer criada en el Norte, no en los violentos contrastes étnicos y la violencia de todos los días de los Estados Unidos, sino del remanso que pese a su bastedad representaba Canadá, más de una vez le había contado cómo en la India ese espectáculo le había causado una anorexia que la había forzado a acortar su viaje por un mes. Pesaba 100 libras, un poco más de cuarenta y cinco kilos cuando había retornado a Francia, con su novio de entonces, lo que a Raymond le parecía un poco increíble. Dado su esqueleto grande y su metro setenta (él nunca se había habituado a las pulgadas, los pies o las libras). Cuando él la conoció ella estaba lejos de ser lo que se dice entradita en carnes, pero hubiera costado imaginársela con cuarenta y cinco kilos. Ahora era una mujer llenita, bastante dotada, y él había decidido poner esa versión de su viaje a la India a las espaldas como una exageración de sobremesa, así como él había siempre exagerado su participación en la política de su país de origen (que no viene al caso mentar aquí), en los años ya remotos del comienzo de su vida estudiantil, o sus farras juveniles. Pero en estos momentos inmediatamente posteriores al despertar no eran estos recuerdos los que se insinuaban, o mejor dicho, se retiraban de su mente. Al despertar le parecía siempre que había otros que no lograba alcanzar, que se esfumaban tan pronto como retomaba su conciencia y se ubicaba en su territorio, reconocía la cama, la ventana, los diferentes muebles (desde hacía casi un año habían decidido vivir en hoteles, lo que habría resultado bastante caro en años pasados pero que ahora les era permisible). Esos otros recuerdos o mejor dicho su huella, retrocedían como el ruedo del vestido de una mujer vestida de negro que se ve doblar una esquina, a lo mejor esa imagen venida de alguna película. Esos recuerdos que se esfumaban no le dejaban la impresión de ser producto de los mismos sueños de la noche, que se van deshaciendo y que provocan una suerte de molestia si uno intenta fijarlos. Le parecían constantes, los mismos. Alguna vez había creído soñar un mismo sueño a lo largo de varios años, hasta que había leído que ese fenómeno se llamaba falsa memoria, y que era más habitual de lo que parece. Se había despertado en el acto de hacer el amor. O al finalizar de hacerlo. Al intentar reintroducir el miembro, ya que en el sueño se sentía como para la segunda, había sentido una molestia, casi dolor en el miembro, y lo había retirado súbitamente. La mujer (no podía recordar su nombre) había exhalado un gemido ronco. La sensación que ella experimentaba era entonces a la vez placentera en el sueño. A la vez, él podía sentir una humedad extra, una cierta viscosidad resbaladiza. Recordando su antigua fobia se había encuclillado en el lecho y había abierto las piernas morenas y largas de la mujer. El hilito de un tampón se asomaba por entre las nalgas (ella estaba de espaldas). Había una coloración rojiza en la piel adyacente. El hilito del tampón se veía oscuro, como la cola de un ratón de río. Había hecho la comparación en el sueño y había percibido un olor dulzón. Cosa curiosa, la familiar sensación en su espina dorsal, una especie de escalofrío, el semicalambre que le aquejaba en estas ocasiones la planta de los pies (Oh, la sangre), estaban ausentes. Pero lo más importante había sido el olor. Desde hacía años que no podía percibir los olores. Helga le decía que se debía al hábito del cigarro, que termina por liquidar las células olfativas, él lo atribuía más bien a la trementina con la que limpiaba los pinceles, a los barnices, disolventes, tinturas, ácidos y alcoholes. Y había sido el olor en el sueño lo que lo había despertado al asociarse con otros olores de la infancia: el olor de su propio cuerpo entre las sábanas, el de marraquetas recién salidas del horno, de la artesa donde la lavandera lavaba el lavado semanal, en un rincón del patio del fondo (Ese fuerte olor a cloro) Y allí se había acordado de quién era y había salido del sueño como un buzo, manoteando las imágenes familiares, la sorpresa del propio cuerpo, la luz de la ventana, como a tantas otras rocas o maderos que flotan. En su tiempo ambos habían vivido una vida agitada, primero cada uno por su lado y luego durante sus primeros años, los que llamaban de las vacas flacas. Sin que supieran cómo pero obedeciendo casi un plan habían ido simplificando su modo de existencia. No es raro que mucha gente lo haga cuando alcanza o sobrepasa la madurez. Hay otros, sin embargo, que habiéndose elevado a alturas considerables en algún campo de la actividad humana, sobre todo las que implican signos de status, por el contrario multiplican las ocasiones sociales o públicas, y en fin, la complejidad de sus vidas, como en revancha de un cierto anonimato inicial. Helga y Raymond habían comenzado por mudarse frecuentemente de departamento, ya sea en busca del lugar perfecto que combinara espacio abundante y buena luz (Raymond era pintor, o más bien artista gráfico), con una cierta antigüedad. Helga detestaba los edificios de departamentos, quizás por haber vivido buena parte de su infancia, primero en un high raise y luego en su adolescencia en una casa de población, en los suburbios. En el centro de algunas ciudades (estamos hablando de Canadá), todavía es posible encontrar casas antiguas y el decaimiento, la miseria y la violencia propias del centro de las ciudades estadounidenses todavía no se han extendido al norte boreal. Al menos no en la misma medida. Vivir en el centro permitía que Helga pudiera llegar fácilmente a su tienda de modas, él, que trabajaba en un cuarto convertido en estudio, podía hacer las compras, ir al correo y a las tiendas fotográficas sin tener que tomar locomoción. Su arte había ido cambiando con el curso de los años, desde los macizos frescos que se habían convertido en parte de la decoración de los sucesivos departamentos (ya que no se habían nunca vendido), hasta culminar en el dibujo, pasando por el óleo, medio al que había retornado por un tiempo como una especie de vuelta a su juventud. La vida de Helga se había transformado desde que comenzó a diseñar tenidas de mujer, convirtiéndose casi de la noche a la mañana en una de las diseñadoras más importantes del país. En cuanto a él, el hecho fortuito de haber comenzado a publicar dibujos, o más bien arte en unos magazines de ciencia ficción, lo había encaminado en una tarea tan exitosa como lucrativa, quizás porque no la tomaba suficientemente en serio. Sus esfuerzos previos por dedicarse a la literatura le habían ocupado una buena parte de su existencia y luego de estudios en la universidad, habían culminado con un intento de publicar con un pseudónimo, que si bien tuvo un éxito tan rápido como fugaz, terminó con una crisis de nervios (o quizás algo peor), un casi desdoblamiento de la personalidad. Su sicoanalista le había explicado una y otra vez la aflicción que lo había hecho incluso cambiar de ciudad, describiéndosela como suave (mild) e insistiendo en que ese otro yo que había proyectado revelaba que en el fondo él nunca había querido asumir la tarea pública del escritor, delegando a ese otro yo (su pseudónimo inflado y casi personificado) la tarea de por así decir, representarlo. Una especie de agente, le había dicho, con la ventaja de que no cobraba comisión. Y Raymond había sentido ganas de estrangularlo. De todos modos y honestamente, Raymond se consideraba en el fondo y de corazón un escritor. Cuando Helga lo introducía a algunos de sus conocidos o amigos como artista, él concedía que sí, que de alguna manera, provocando que la mujer agregara enfáticamente que sí lo era, y uno de los mejores, con lo que los interlocutores se quedaban seguramente pensando que se trataba de un caso de falsa modestia exagerado, grosero, y absolutamente desprovisto de gusto. Entonces, ahora ya no necesitaba un estudio. Era más bien un lujo. La mayor parte de los aspectos de su vida profesional los arreglaba por correo, y en una menor medida por teléfono o en los ocasionales lunch, más bien ocasiones para discutir negocios y que se han venido convirtiendo en una costumbre. Helga ya ni se aparecía por la tienda, que dejaba en manos de una administradora, una mujer irlandesa que hace años había sido una modelo bastante cotizada en la ciudad y que hacía pocos meses había vuelto de Francia con bastante reputación como arregladora de vitrinas y organizadora de desfiles de modas. La última vez que se mudaron de departamento había sido después de seis meses de habitar el anterior. Estaban comenzando a sentir como una urgencia de cambiarse casi tan pronto como se instalaban. Les era además difícil ponerse de acuerdo sobre el mobiliario. Si bien a ambos les gustaban los muebles sólidos, de madera, éstos ni se notaban en el estudio de ella, permanentemente cubierto de trapos, tizas, tijeras, reglas, papeles, y que ocupaba un buen espacio del departamento, o en el estudio de él, dominado por una mesa corriente, de madera, una lámpara de luz directa y graduable y una silla, estaba permanentemente alfombrado de dibujos e ilustraciones. El dormitorio y la cocina eran en realidad las únicas piezas en que se vivía en común, sin contar los baños de tina que solían tomar juntos, que degeneraban, o se convertían, en sesiones eróticas. Luego de una noche de vino y discusiones, habían decidido llevar un paso más adelante ese camino de alivianamiento de las tareas y problemas de la existencia cotidiana. Habían decidido de ahí en adelante vivir en hoteles. Claro que no se lo plantearon ni tan corto ni tan claro. Ambos podían permitirse ese lujo, y no se sentían en absoluto culpables. Las ventajas de poderse cambiar de barrio y escenario tan pronto como se sintieran con ganas de hacerlo, o incluso por que sí, era un argumento más en favor de un modo de vida que parecía irse delineando en el sentido de un desprenderse de toda carga innecesaria. En realidad dicho proceso había comenzado cuando Helga vendió su automóvil y habían llegado a la decisión, hacía unos años, de no comprarse casa. Raymond miró el reloj que desde el velador insinuaba apenas su tic-tac. Era el modelo menos ruidoso que había podido comprar en otros tiempos, en que el estado general de sus nervios lo había hecho despertarse con el ruido más insignificante. Eran las ocho y media y se encontraba solo en el departamento. Helga andaba en Montréal arreglando un desfile de modas y él tenía que juntarse con Farragut, es decir, volver a esperarlo quizás por media hora en una de las tabernas del Barrio Chino, como en los viejos tiempos, y luego conversar teniendo siempre presente la posibilidad de que el otro despertara la atención de los otros parroquianos con sus subidas repentinas de voz, cuando discutía casi gritando, moviendo las manos. A Raymond le cargaba despertar la atención de la gente, ser objeto de habladurías y en realidad, exponerse a las miradas ajenas. Las pocas ocasiones en que se había presentado en público le eran siempre penosas, sudaba mucho y se le trababa la lengua. Quizás su sicoanalista tenía después de todo algo de razón. Farragut siempre había tenido muy poca cabeza para el alcohol, cosa bastante desagradable cuando se es casi un alcohólico, y se comportaba siempre como si en cada uno de sus penosos líos se estuviera jugando la suerte de la humanidad. Por suerte que no estaba Helga. Debido en parte a esa ceguera de las mujeres frente a sus varones, que les impide advertir esos defectos físicos o morales que para otros son evidentes, achacaba los malos tiempos pasados de Raymond e incluso su enfermedad--que se había convertido para ella en enfermedad, pese al diagnóstico vago de los médicos--, a las malas juntas, a su corazón generoso con los amigos que siempre se aprovechaban de él. Ella detestaba cualquier aparición desde el pasado de esos testigos ya perdidos de los tiempos inciertos, los mismos días que desde la facilidad y casi opulencia de su vida presente le parecían casi heroicos. Para él, y sin que Helga lo supiera, la vida se había convertido en una especie de retiro prematuro, una abulia tibia. Los editores de Midnight Stroke habían considerado una excentricidad más del famoso ilustrador, una humorada paródica el que hubiera ilustrado El entierro prematuro en el número de celebración del aniversario de Poe, con un dibujo en blanco y negro de un señor maduro y de terno que adentro del pretendido sarcófago mira una televisión diminuta y sostiene un dedal de licor, mientras por el vidrio de la mirilla, el lector puede ver las caras consternadas de los otros personajes asomándose para ver el estado del difunto. La perspectiva del dibujo es desde adentro del pretendido sarcófago. El lector comparte la claustrofobia que el personaje central, esa versión del señor Valdemar, no parece percibir. Los dos fantasmas más amenazante para Helga abarcaban dos categorías muy bien delimitadas. Jorge, el exilado chileno, ya no tan exilado ni tan chileno, y Farragut, el cordón umbilical con el submundo literario, lo que probaba en opinión de Raymond, la mentalidad sistemática y un poco abstracta de Helga, pese a su físico de (ex) valquiria. Pero ambos representaban y en el peor de los casos, actualizaban con sus ocasionales y cada vez más distanciadas apariciones, un pasado que para ella era tan detestable como para él romántico, aunque no creía que pudiera aguantarlo ni por dos semanas. Las interminables conversaciones, el girar sin destino por los cafés, la frustración de esos días pasados eran a veces materia de sus sueños. Como de costumbre, Farragut lo llamó en voz alta tan pronto apareció en la puerta del local, haciéndolo sentirse molesto al creerse el foco de atención de la concurrencia. Hacía años que no se aparecía por el local. Más grande (con seguridad habían hecho una ampliación), ahora se encontraba invadido por jóvenes estudiantes que habían reemplazado a los habitués de antaño. Farragut parecía no haber experimentado cambio alguno en estos años. Delgado, vestido con un terno de color incierto y el pelo largo por atrás, siempre daba una impresión de una cierta suciedad, de un cierto abandono. Como de costumbre, sostenía entre sus dedos un cigarrillo a medio consumir, cuyas cenizas sacudía sin mirar donde caían, en la mesa, incluso adentro de cerveza, y por supuesto sobre sus propias ropas. Raymond estaba seguro que el desaseo aparente de Farragut (que alguna vez le había confesado que se bañaba todos los días) era uno de los motivos de la antipatía de Helga, por otra parte casi siempre vestida de negro, lo que le convenía a su tipo de rubia nórdica, es decir con un tono anaranjado distinto del craso rosa anglosajón, sobre todo cuando estaba bronceada. Una vez que Raymond estuvo cerca, Farragut le indicó la silla del frente con un gesto: "No tienes idea lo que me ha costado guardarte esta silla. Estos tipos me la querían quitar". Y señalo sin disimulo a los jóvenes de la mesa contigua, con lo que Raymond empezó a sentirse alarmado, no fuera que a los pocos minutos, y como había sucedido otras veces en el pasado, eso fuera a terminar en trifulca. Estaba seguro que eso tampoco le gustaba a Helga. Y a él mismo no mucho que digamos. Pensó "Ojalá que no se ponga a hablar en francés". Esa era otra de sus malas costumbres, aunque nunca se sabía si lo hacía adrede, por ejemplo en lugares en que la gente puede sentirse molesta (aunque disimulado, el país está recorrido por una corriente subterránea de racismo), o para molestar a Raymond, que si bien entendía francés, y en efecto, siempre había leído a los autores franceses en el original, no se sentía confortable escuchándolo y menos hablándolo, ya que constituía su tercera lengua, luego del inglés y de otra que no viene al caso mencionar aquí. Pero no. Farragut parecía estar de buen humor, parecía incluso que no había bebido en exceso, y no estaba excitado, lo que se traducía en que su voz mantenía un volumen normal. Luego de intercambiar ciertas trivialidades, incluyendo preguntar por la salud y fortuna de Helga a quien parecía detestar un poco, entró de lleno en el asunto. "He decido recurrir a ti porque eres uno de mis pocos amigos capitalistas", dijo con cierta sorna, que Helga hubiera comentado luego de haber estado presente, como una manifestación natural de resentimiento frente a amigos y contemporáneos que habían tenido éxito, que habían llegado, como se decía por aquí, mientras que él siempre seguía al tres y al cuatro, fenómeno muy humano y comprensible, además de casi universal. ¿Capitalista? ¿No estarás exagerando un poco?". "Bueno, con la vidita que llevas". Y Raymond permaneció en silencio unos momentos. Era cierto que tanto él como Helga tenían ingresos digamos buenos. Que durante un tiempo habían estado viviendo en hoteles. Pero no tenían que gastar en un automóvil (y ya se sabe cuando cuesta mantener un auto, sobre todo en este clima), ni en una casa. Él conocía gente que entre la casa y el auto (y a veces los cabros chicos, más aún si eran adolescentes), empezaban a contar de los 3.000 dólares para arriba al mes y lo que quedaba era para los gastos. Además ellos realmente no vivían ya en un hotel, habían decidido por una casa de familia, una suite separada en una casa antigua que antes había sido una pensión con desayuno, con la diferencia de que estaba amoblada y que no era una renta mensual. Los gastos anteriores habían sido prohibitivos y esta solución era más bien lo que se llama una solución de parche, más bien para mantener la fachada. En el círculo de los nuevos amigos de Helga, que él encontraba snobs y arribistas, se los consideraba como una pareja que había decidido romper con las convenciones para poder llevar un estilo de vida que consideraba adecuado para ellos. Lo que no le impedía pensar a veces que no había mucha diferencia entre este arreglo de ahora y arrendar un departamento amoblado, aunque había que reconocer que la comida que cocinaba Madame Delfurieux no se conocía, al menos en las cada vez más homogéneas (unidimensionales, habría agregado Jorge) ciudades de hoy en día. Envuelto en el humo de los cigarros, como en esos otros tiempos divididos de los presentes por una línea ambigua, aunque él ya casi no fumaba, sino antes de dormirse, para matar el hambre (ya que su tendencia hacia la obesidad se mantenía) y para ir al baño, se dejó envolver en esa crisálida del humo en los cafés, en que desde siempre jóvenes y proyectistas variados se incubaban, al menos en esos ambientes, antes de abrir las alas y saltar a posiciones respetables en sus campos respectivos, a una vida sedentaria o al fracaso, que al cabo de algunos años se convertía en algunos en una suave resignación. Había ciertos tipos como Farragut que siempre se mantenían allí, que nunca salían de esa crisálida, cuyos proyectos nunca cuajaban (sería por una especie de voluntad innata), pensaba Raymond, ya que en todos estos años, Farragut se había asomado más de una vez a las puertas del éxito, ya sea como escritor, como editor, como empresario, para caer, la mayor parte de las veces, víctima de una circunstancia ridícula y desgraciada, tan absurda y obviamente producto de su propio comportamiento que la idea de una especie de vocación interior que torcía sus propios designios era una posibilidad que incluso él mismo en ocasiones se planteaba. -"Y cómo está Helga", preguntó Farragut- "La otra vez la vi en la calle y no me saludó". "Bueno... Tú sabes cómo es...".-"Eso sí que se ve muy bien", comentó Farragut animadamente "claro que está un poco más gordita". Y sonrió de esa manera que tenía, con la boca un poco torcida para un lado, lo que le daba un aire un poco demoníaco. Quizás más adelante, dentro de algunos días, cuando Helga volviere de Montreal, le reprocharía el desorden, el mal estado del departamento (ya que la pensión no incluía el aseo), el haber dejado quizás la ventana abierta y salido cuando estaba lloviendo, provocando una pequeña inundación cuyas huellas eran aparentes en la decolaración del parquet. Entonces Raymond dejaría pasar unos momentos antes de comunicarle en forma casual "Me encontré el otro día con Farragut. Y me dijo que te había visto". -"Sí, yo lo vi también, pero me hice la lesa"-. "Me dijo que te encontraba un poco más gorda". Helga no respondería pero Raymond sabría que había dado en el blanco. El gato mostraba sus garras. Lugo quizás Helga pasaría por un corto período de aerobics o una dieta scardale hasta que instancias más concretas y presentes la sacaran de esa preocupación. El proyecto en cuestión era más ominoso de lo que Raymond se había esperado, aún tratándose de Farragut. "Tú sabes", empezó, "la injusticia que desde siempre se ha cometido con el sexo femenino". Y Raymond no pudo menos que pensar en el comentario inmediatamente anterior de Farragut sobre Helga. "Por ejemplo, incluso las investigaciones feministas sobre el origen de las instituciones se ha dado dentro de los marcos aceptables por ejemplo académicamente, cuyo formato y modo de promoción se encuentran determinados por el sexo masculino desde el origen mismo de la universidad. Por ejemplo, y examinando el mercado de consumo, se han promovido libros que presentan teorías atractivas sobre una supuesta religión femenina, lo que ha llevado a la fabricación de una supuesta brujería con su secuela de objetos para el consumo". Raymond se repatingó en su silla, miró su mano, gorda y velluda que se aferraba al asa de su jarro cervecero y se aprestó a otra de las peroratas del otro. Esas eran cosas archiconocidas, pero sin embargo sentía cómo algo así como una punta de interés comenzaba a insinuarse a pesar suyo. Miró a su alrededor. Estudiantes y trabajadores conversaban en las otras mesitas o en la barra, por completo ajenos a lo que en esta mesa se conversaba. Siempre tenía la sensación casi paranoica de que otros pudieran escucharlo, prefiriendo hablar en voz baja y corto cuando se encontraba en situaciones parecidas. Tenía la (quizás absurda) sensación de ser extraño, diferente, de no calzar. Incluso en su propio cuerpo. Miró nuevamente esa mano suya, suya, se repitió mentalmente, regordeta, velluda, que bien pudiera ser la mano de un hombre de negocios árabe, cubierta de anillos con piedras brillantes. Pero no se sentía gordo. Se sentía delgado. Antes, cuando iba a fiestas, más de una vez se había dejado ir en el baile, siguiendo las cumbias y los merengues, balanceándose con la salsa hasta quedar en el centro de un grupo que lo celebraba, sudoroso y un poco mareado, y había recibido los comentarios, o mejor, los había recibido a través de terceros. El mismo Farragut le había dicho después de un baile para recolectar fondos para Centroamérica, que Helga, a quien estaba comenzando a conocer, le había comentado a alguien que él bailaba divinamente, como una pluma, pese a ser más bien gordito. Levantó la mano con el jarro de cerveza en forma lenta, pausada, tratando de impregnar ese gesto con la majestad lenta de los hombres gordos, Mussolini, Mao, Hardy, gesto que inconscientemente trataba de perfeccionar, cuando recordó con un sobresalto que el sueño había retirado la mano de las ancas de la mujer y que la mano estaba manchada de un acuoso color rojo, de sangre, pero en el sueño esa mano suya era delgada, casi flaca, mientras Farragut le había estado diciendo "Pero me estas escuchando o qué". Pero Raymond sólo asentía y no podía desprenderse de esa sensación de inquietud quizás inmotivada pero persistente. En un sueño podía pasar de todo, conocía gente que daba gran importancia a sus sueños. François Laffayette, un poeta que ahora vivía en Montréal decía que se levantaba a anotar sus sueños en medio de la noche y luego no se podía quedar dormido, y que las ideas de varios de sus cuentos publicados (había muchísimos más que no habían tenido esa suerte) le habían venido de sus sueños, que a veces ocupaban varios años. Una vez le había dicho, medio borracho y luego de uno de sus no muy concurridos recitales que perfectamente podría haber seguido adentro de uno de esos sueños, como atascado, forzado a seguir viviéndolo hasta el final, y que se recordaba de esa sensación, de tener que seguir adelante en un sueño, que había tenido la primera vez que tuvo conciencia, ver una ventana y escuchar la voz de su madre que cantaba; había que seguir en el sueño y realizarlo y esta era su vida. Pero se había puesto casi a gritar en el bar y la gente se estaba dando vuelta, y el bochorno había invadido a Raymond que había dejado de preocuparse de lo que decía y era mejor, había dicho Helga cuando se lo había contado, con quien comenzaba a salir y era un bocatto di cardinale como decía Anselmo, pero que desde ya mostraba sus garritas, tratándolo un poco como si fuera un niño chico. Y ella le había dicho que no le hacía bien para sus nervios verlo tan seguido y quizás había sido una de las causas de que se separaran, además de que Helga lo negaba por teléfono cuando el otro llamada y le quitaba el saludo. Además con el asunto del seudónimo, cuando todavía escribía, y el colapso nervioso que eso le había provocado, y el cambio de ciudad por casi tres años, Laffayette había desaparecido completamente del mapa. El proyecto de Farragut, mejor dicho sus proyectos, tenían que ver con el campo editorial. Tenía la intención de convertir su inactivo sello en una editorial de tomo y lomo, con distribución a través de distribuidores, con catálogos y con ediciones sobre los mil ejemplares, con acceso a fondos de los organismos pertinentes (que Raymond sabía que nunca iba a lograr ya que sus libros serían muy raros, lo que aquí significaba para todo editor una sentencia de muerte). Ante sus objeciones-- nacidas de su práctica anterior en el campo literario y que habían culminado con éxito y una extraña, aunque suave, quería creer, afección nerviosa--, Farragut le había dicho que no importaba, que era cuestión estadística, que siempre se encontraría una elite de unos 500 o mil individuos que leerían este tipo de material, a lo que Raymond había respondido con que ya no quedaba elites en este país y que si querían una iban a tener que importar a toda la intelligentsia de algún país pequeño de Europa y ponerlos a cargo de la industria cultural por un par de generaciones, que no había ni siquiera un grupo de los llamados étnicos que pudiera crear una literatura, como había sido el caso de los escritores Yiddish en Estados Unidos, en fin, varios de los argumentos esgrimidos por todos aquellos que, minusvaliando el país en que han nacido, o que tan generosamente los ha acogido, no hacen más que poner incluso más en peligro las frágiles bases que mantienen al país unido (estamos hablando de Canadá). Pero Farragut en lugar de discutir como hubiera sido lo predecible, lo había mirado tranquilamente, con esa sonrisa otra vez de medio lado, que al comienzo uno creía que era un intento conciente o inconsciente de apropiarse de alguna sonrisa de galán de cine, y que tenía en ese rostro flaco y ávido un efecto casi aterrador, y se había encogido de hombros, señalándole que tenía otra carta. La biografía de la Blavatsky iba a ser financiada por un pequeño grupo de teósofos emigrados de la Europa Central, todos de más de setenta años, y que, según decían, habían simpatizado alguna vez con las tendencias disidentes de los años cincuenta en la ya fenecida Unión Soviética. Se los podía ver entonces, jóvenes y entusiastas, en las fotos ya amarillentas en que habían registrado llevados por el orgullo ingenuo de la juventud alguno de sus mítines clandestinos, (y cuyo descubrimiento había causado la desaparición de algunos de sus miembros). A Raymond la mezcla de la teosofía con las ideas de Bukharin le parecía algo descabellado y se preguntaba si no se trataba de una tomadura de pelo, o peor, alguna estafa, que algunos estaban tratando de implementar a costa de la ingenuidad irredimible del otro. Pero no. El (ex) exilado chileno, Jorge, le había hablado más de una vez de los tortuosos vasos comunicantes entre la francmasonería y los socialistas en su país natal y la confluencia en los oficiales autores de una fugaz revolución socialista a comienzos del siglo veinte, de las ideas de Lenín y Bakunin con las de Annie bessant, Scott Elliot y la ya mentada Madame Blavatsky. Raymond, inquieto, había tratado de salir del paso, ya que veía hacia dónde se encaminaba Farragut. Adujo que, en realidad (y era cierto), sus ingresos no eran ni con mucho abundantes, que la mayor parte de los mismos los proporcionaba Helga, y que él no se sentía como para pedirle apoyo financiero en un proyecto de esa naturaleza. "Yo nunca me compro ropa", le dijo. "No tomo locomoción (ya que vivimos en el centro), y los útiles que necesito para dibujar son baratos; papel, uno que otro pincel y plumas, tinta china y corrector de máquina. Últimamente la cosa se está poniendo mala y estoy pensando seriamente en dedicarme al dibujo publicitario...". Pero Farragut no tenía en mente su ayuda económica esta vez, sino otra cosa. Había vuelto a sonreír y le había dicho que contaba con sus calificaciones literarias. "Lo que tú eres de veras, es un escritor. Yo sé que esta cosa de los monitos es un ganapán que tienes. Y te haría bien, te ayudaría a superar tus complejos...". Raymond se sintió ofendido. No le gustaba que la gente se diera el lujo de analizarlo y hacerse planes de los que él no tenía la menor idea, mientras seguía viviendo su ordenada (y rutinaria, como decía Helga) vida. Menos saber que otros pensaban esto o aquello acerca de su abandono súbito de la literatura, sin estar enterados de los detalles, al pensar en los cuales a veces le venía casi un mareo. "Zona peligrosa". No dijo nada, sin embargo. Lo que pasaba era que si bien las ideas de ese proyecto eran del grupo mencionado, no había ninguno entre ellos que fuera realmente un escritor, o que siquiera manejara bien el inglés, cosa que era de esperarse, ya que ninguno lo hablaba como primera lengua. Farragut incluso le tenía una suma asignada como editor, o como Raymond le comentó con sorna, ghost writer. Pero había algo de atractivo en la idea. Esa misma noche Helga lo había llamado por teléfono, mientras él yacía en cama, hinchado por la cerveza, que ya no era su hábito (debía haber mencionado a Farragut que otro de sus gastos habituales y quizás su único lujo consistía en vino, bueno en lo posible, que no hinchaba y de cual no se necesitaba ingerir los volúmenes que requiere la cerveza para lograr un estado de una sutil euforia). Ella le había dicho que el desfile de modas había sido un desastre. No habían asistido ni treinta personas y no habían vendido nada. Pero sí había llegado la prensa y la televisión. Los dueños de la casa de modas estaban felices y le habían doblado la comisión, había sido entrevistada y se estaba hablando de una exposición en el Soho, en Nueva York, todos los gastos pagados, y los de sus modelos, que habían sido (contra todas las expectaciones de Raymond) los que habían ganado el ojo de los corresponsales. Raymond no le mencionó a Helga que se había visto con Farragut. Lo que lo hizo luego sentirse culpable. Era la primera vez desde lo que ambos consideraban implícitamente como su estabilización definitiva que pasaba algo. Se lo contaban todo. Luego vendrían, quizás, las mentirillas sórdidas, las excusas pequeñas pero que sin embargo se van amontonando hasta provocar un 'salto cualitativo' en que ambos comenzarían a vivir sus vidas separadas, incomunicados uno del otro. Por otro lado, en esta relación y quizás por motivos de sus respectivas idiosincracias, había sido él (al menos así lo pensaba) el que había hecho la mayor parte de las concesiones. Ella había sido siempre dominante. A él le gustaban las mujeres dominantes. Su personalidad era flexible, acomodaticia, un poco como los ángulos redondeados de su figura de hombre más bien gordo, en el fondo tranquilo. Primero habían sido sus hábitos desordenados, su abulia, que en realidad ya había sido tiempo de cambiar, luego sus amistades de años, de aventuras y pellejerías, sus amigos escritores, bohemios o exilados, desde luego sus amistades femeninas. Él se había amoldado y había sucumbido: si para ella era importante, él podía permitirse esos pequeños abandonos que a la larga no lo perjudicaban esencialmente. Como muchos hombres creativos, se manifieste o no esta condición en obras y menos aún en reconocimiento, concebía que su vida se desarrollaba fundamentalmente en términos de su quehacer y sus elucubraciones, sus pequeños hábitos, su pensamiento en suma, cosas que no necesitan más que un espacio para desarrollarse y un poco de tiempo libre. Pero a veces echaba de menos esos otros tiempos, esas otras personas, aún reconociendo (con Helga) que no siempre habían sido beneficiosos en su vida. Ahora se sentía como un alumno de liceo que hace la cimarra, o como otro de que se acordaba, que se masturba en el baño leyendo los Play Boy. Quizás llegaría el momento en que tendría que confrontarla, haciéndole ver que sus temores eran infundados, que esas amistades y ciertas opiniones y ciertos gustos y hábitos no los iban a separar, que no los iban a arrancar de su relativa estabilidad para volverlos a sumir en la incertidumbre de años pasados, o en la pobreza que Helga habría sufrido cuando pequeña (nunca había sido muy expansiva respecto a esto, pero al parecer en su adolescencia había estado incluso bordeando la prostitución), y la que se había convertido en un fantasma siempre acechante, detrás de cualquier ademán o elección equivocados, por pequeños que fuesen, y que hace que los que tienen su origen en sectores y niveles desfavorecidos, siempre estén preocupados en consolidar más y más posiciones de estatus social o medios económicos ya inexpugnables, pero que siempre son para ellos frágiles. Jorge siempre decía (o había dicho. Ya casi no se veían), que el hecho de ser este país poblado de inmigrantes, perseguidos todos por ese fantasma de la necesidad en los países natales, que los hacía trepar y consolidar sin tregua, era lo que lo había convertido en una potencia económica, que no política, ya que desde siempre la preeminencia política estaba ligada, por el contrario, a una clase media intelectual de orígenes más o menos estables, y que por lo tanto ni siquiera sabían lo que arriesgaban al aventurarse en alguna empresa revolucionaria, o no les importaba. Ese tipo de actitudes se adquieren siempre en la niñez. Y Jorge pasaba a describir el sosiego con que se paseaban por las calles céntricas de su ya nebuloso país los hijos de familias establecidas, sin un centavo, sin tener dónde caerse muertos, pero orgullosos y plácidos en una ontología adquirida desde sus primeros años. Raymond miró con perplejidad la página que acababa de corregir. No podía creerlo. De un manotón agarró el auricular del teléfono, siempre en su escritorio, o donde fuese que él estuviera. Marcó el número de Farragut. Para su sorpresa y consternación, le respondió una máquina. Farragut con una máquina para dejar mensajes. Es decir que la cosa iba en serio. Alguna vez y al pasar Farragut le había dicho, años atrás, en los tiempos en que publicaba folletines de poetas de los más oscuros círculos de la marginalidad, que cuando se decidiera a trabajar en serio, lo primero que iba a comprarse (o conseguirse) iba a ser una máquina para que le pudieran dejar mensajes, para que no lo pudieran sorprender con ningún asunto que lo obligara a responder de inmediato, causando problemas quizás insuperables. Como en esa ocasión en que el problema había sido la introducción casi burlona de Patrick Phillmore a la obra de una poetisa francoontariana que Farragut acababa de publicar y que casi le había costado un juicio, habiendo terminado con los cuadernillos, primorosamente impresos e lustrados por Raymond, en cajas de cartón que en otros y mejores tiempos habían contenido naranjas californianas. Jorge,había estado presente durante toda la operación, incluyendo el afidavit en que el editor (Farragut) se comprometía ante la autora y un testigo firmante a no hacer nada que pudiera redundar en la difusión de dicha obra. Jorge había arrancado varias portadas y algunas de las ilustraciones del interior del librito, manifestando que las iba a usar para empapelar una pared de su departamento, y comentando con tristeza que al menos en su país, ese material podría haberse vendido por kilos a la papelera de Puente alto.

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Ottawa, Ontario, Canada
Canadá desde 1975, se inicia en los 60 en el Grupo América y la Escuela de Santiago. Sus libros de poemas son El evasionista/the Escape Artist (Ottawa, 1981); La calle (Santiago, 1986); The Witch (Ottawa, 1986); Tánger (Santiago, 1990); Tangier (Ottawa, 1997); A vuelo de pájaro (Ottawa, 1998); Vitral con pájaros (Ottawa; 2002) Reflexión hacia el sur (Saskatoon, 2004) y Cronipoemas (Ottawa, 2010) En prosa, la novela De chácharas y largavistas, (Ottawa, 1993). Es autor de la antología Northern Cronopios, antología de narradores chilenos en Canadá, Canadá, 1993. Tiene prosa, poesía y crítica en Chile, Estados Unidos, Canadá, México, Cuba, España y Polonia. En 2000 ganó el concurso de nouvelle de www.escritores.cl con El diario de Pancracio Fernández. Ha sido antologado por ejemplo en Cien microcuentos chilenos, de Juan Armando Epple; Latinocanadá, Hugo Hazelton; Poéticas de Chile. Chilean Poets. Gonzalo Contreras; The Changuing Faces of Chilean Poetry. A Translation of Avant Garde, Women’s, and Protest Poetry, de Sandra E.Aravena de Herron. Es uno de los editores de Split/Quotation – La cita trunca.

Instalación en la casa de Parra en Las Cruces

Instalación en la casa de Parra en Las Cruces
Chile, 2005, Foto de Patricio Luco. Se pueden ver en esta "Biblioteca mínima indispensable" el Manual de Carreño, el Manifiesto Comunista y Mi Lucha

Chile, 2005

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Una foto con el vate Nicanor Parra, candidato al premio Nobel de Literatura