Jorge Etcheverry
Pese a la
presencia de nuevas y pujantes tendencias en la poesía en castellano (que en
realidad ahora se llama español), como la antipoesía o la cronipoesía, o la
poesía que es la expresión de las condiciones
socioculturales de su surgimiento, tendencias sexuales, origen étnico,
afiliación religiosa o compromiso político, se puede decir que la poesía lírica
todavía reina—casi—indiscutida. Pero—como en el caso de este poemario—le es
necesario mantener un nivel alto de escritura para destacarse en el abigarrado universo poético actual. No hace
mucho y dentro de su discurso del día de su asunción del cargo, el presidente
Vázquez (de Uruguay) dijo que “la
cultura, sin duda, es un territorio de libertad, un lugar de encuentro
democrático, un espacio para la creación colectiva y permanente de valores, de
principios y de identidad de una sociedad.” Así en estos tiempos convulsos y
que pueden señalar el alumbramiento de
nueva era o la apertura de la fosa de la humanidad, la poesía crece y se
multiplica en asociaciones mundiales de sus cultores y amantes y se intenta
establecer redes de hermandad y preservación de los valores humanos utilizando
los nuevos medios de comunicación.. Valga este preámbulo para señalar cómo se
ubica en este contexto la obra de este poeta. Predominantemente líricas, la
poesía—y la prosa poética del autor incluidas en este libro—son muestra acabada y cuidada de poesía lírica,
con un dejo existencial profundo. Si nos fijamos en algunos elementos de
contenido, veremos que en este libro hay
versión muy singular de la rica y larga tradición del libro de poemas
que rescata, rememora, discierne la experiencia y restaña el dolor del amor. El
prójimo, el otro (la otra) es un tema central en este poemario, y ya aparece en
el primer poema. Se trata de relación,
suponemos rica pero ya perdida, desde un presente rememorativo que nos
introduce al poemario:
Quise pensar que a posterior
sería especie
de amitié déguisée,
reflexión tonta,
supongo,
pero esa tentativa
conjugó todas mis gravedades.
El
carácter como proyecto pone a este libro en la tradición que combina la lo
numinoso con lo sentimental/erótico, de Juan de la Cruz o Teresa de Ávila, que
proporciona un marco de tradición para un tipo de lectura y que se anuncia en
el título, la dedicatoria y el primer epígrafe, pero tan solo eso, ya que aquí
la temática se despliega hacia caminos muy especiales y ambiguos. Así, los
epígrafes bíblicos, los aspectos escriturales o de discurso o la atmósfera
profética presentes en el texto aluden a esa trascendencia, combinada
con o manifestada en el elemento erótico y sentimental, que raramente llega a
lo carnal, y que cuando lo hace se reviste de
una ambigüedad que da profundidad connotativa al texto. Lo espiritual se
combina con lo cotidiano y anecdótico, y ¿Por qué no? con el elemento voyerista y la culpa. La imprecisión con que
se entregan vistazos o esguinces abre a
la vez todo un abanico de posibilidades
insinuadas que instauran el marco o telón de fondo donde se instala o despliega
esta poesía de lenguaje acotado. A lo largo del libro se siguen y entrelazan
las alternativas y mutaciones del amor, en sus aspectos negativos y positivos:
“A escondidas te observaba
con mis peores ojos
para que el ejercicio fuese
hermosa
manera de indignarte. (p.4)
como decíamos la trascendencia es explícitamente
numinosa y se inscribe en sus referencias culturales en la tradición bíblica
judeo cristiana, cuya divinidad en definitiva soporta este universo reflejo:
“Si Dios no hubiese inventado
la mar
ni el sol,
en aquella ancha angostura de
tierra,
nunca el azar nos hubiese
elegido”. (p.26)
Hay ecos que
se resuelven en esta versión de la Rosa de Sharón que es la amada. El texto se
construye como confesión que introduce a
un interlocutor a quien se dirige el poema—porque pensamos que se trata de un
poema largo-- y que le permite estructurarlo. Este privilegiado interlocutor
puede ser divino y a veces adopta la faz de la interlocutora, o de la escritura
misma: “Yo confieso ante el papel todo poderoso y ante ustedes hermanos que he
pecado mucho. (p.16)—o la insinúa—o la de un alter
ego:
“Confiésame --juro no hablar—si ya en
la Creación lo pensaste; dejarme sin cambio para que ella bajo el inhóspito
aguacero me observara tarde de noviembre
mientras rebuscaba en su bolso las tres monedas que me faltaban” (p. 6)
“Ahora entiéndeme: yo no quiero luz ajena. Solo la tuya pero a través de ella.”(p.11)
Esto además siguiendo o agregando a
otra tradición, la de un cierto romanticismo, la de la mujer como “el reposo
del guerrero”, el amor que es también la droga que permite el escape de la opresiva,
repetitiva y gris cotidianidad:
“Por qué el televisor sin energía y
obligarme a salir de mis muebles tan acomodados. Por qué el minuto de verla en
su esquina secándose furtivamente los pechos y luego observarme con sus dos
bolas hambrientas de selva” (p. 6)
Pero el hechizo de la droga se
convierte inevitablemente en hábito y se subsume en lo cotidiano, la novedad se
gasta, el milagro se cotidianiza:
“Te veo y me asfixian
estas
ganas terribles
de repararte…..
“Seamos primos.
Y complazcámonos
en la estulticia,
en la sempiterna estupidez
de ser primos para siempre”. (p.8)
aún
queda la memoria que a la vez que selecciona, rescata y condena
“…te extrañé tanto
que busqué el libro que me
leíste
y al abrirlo,
empecé a besarlo
por toda sus esquinas”. (p.12)
también
aparecen los motivos de la no consumación y la culpa que se anuncian como otras
hebras en la experiencia de lectura de este libro:
“Pero queda aún el rédito de imaginar, hoy, en
nuestros aposentos distantes y cagados, en nuestra perentoria vejez, que esas
grietas moradas sobre esa boca tuya y que ya no te sirve, las produjo nuestro
pacto inconcluso. Fue la firma de eso que jamás tuvo lugar en tus labios:
mis
dientes”. (p.16)
El reconocimiento de sí en la mirada del
otro— o la otra, interlocutores privilegiados por un acto arbitrario o las
circunstancias, pero también encarnación de una voluntad y existencia superior, quizás ese mismo
interlocutor privilegiado a quien se dirige la confesión que este poema, y que
esboza para el emisor poético mismo, la imagen de sí mismo, su única
posibilidad de autoconocimiento:
“Yo también nací, aunque no
lo creas.
Fui pequeño, inquieto, redondo” (p.21), o
“Hallé mi silueta
en el inmenso lago
de tu pupila”. (p.17)
y en otro ejemplo: “Yo también nací, aunque no lo creas. Fui pequeño,
inquieto, redondo. Tuve tus miembros.” (p. 21)
Pero
este proceso de la mirada entrega también el reflejo del otro (la otra): “Desde que naciste, te has estado muriendo. Llegó el momento de arrojarme tu
último grito y blandirme la cara como esas tormentas que doblan en C el metal
de los semáforos. Firma. Firma aquí en mis ojos, en estos bolsillos que de ti
se engordan por última vez” (p.24) Este proceso—de espejos—culmina en el poema
final, diálogo entre el poeta y la
interlocutora, en que ella asume finalmente una voz asume una voz:
Sí, yo;
la que pensé
que lo era todo; (P. 32)
queda la defensa de la memoria y la
salvaguarda—de los hechos, de unos mismo—quizás no resignada y quizás condenada
a la disminución, al polvo que paulatinamente oculta y esencializa los
monumentos:
“Yo viviré aquí
como línea larga
que todo lo soporta.
Muscularé
tu espíritu,
defenderé
tu casa si alguna vez
el moho desobedece.” (p.19)
Luego de estos atisbos,
volvamos un poco al inicio de esta nota. Alguna vez Sartre escribió que lo que
separa a la poesía de la prosa es la materialidad del lenguaje, ya que en esta
última el lenguaje desaparece para dar lugar al contenido. Pero el contenido en
la poesía contemporánea con sus exigencias de comunicación de contenidos para
proclamar y compartir de manera inmediata, hace que la poesía sea por así
decirlo menos densa lingüísticamente. No e el cao de este texto, a veces
difícil y lleno de claves, sucinto y apretado cuya lectura constituye un
desafío.
Ottawa-2015