Monday, August 11, 2008

Tarde en la playa

Tarde en la playa Una narración mía del género 'negro', publicada originalmente en la revista virtual 'Cañasanta' Jorge Etcheverry Escogí un formón mediano de empuñadura de metal y lo sopesé en la mano. Luego fui al taller del viejo para buscar una rueda de huincha aisladora que había visto por ahí, de esa negra que se usa para los empalmes eléctricos. Cuando había dicho en la mañana que ella y yo teníamos la intención de dar un paseíto por la playa, alguien, alguna de las tías, había comentado "Es muy peligroso andar por ahí a esa hora. La semana pasada asaltaron a una pareja de novios casi frente a la carretera. A ella la violaron entre todos y a él lo dejaron muy mal". Pero no tenían nada que venir a decirme a mí. Yo sabía que pensaban que un señorito de la capital, que estudiaba en la universidad y estaba de visita, estaba expuesto a muchos peligros. No sabían que yo ya había tomado mis precauciones. Eché una mirada a la cocina, y a la gente reunida en la sobremesa después del almuerzo, que conversaba. Nosotros dos estábamos en el patio. Nosotros no habíamos almorzado. No es agradable caminar con el estómago lleno. Ni hacer otras cosas, si me entiende. Ella preparaba una canasta con alguna fruta, quizás un poco de salame, bebidas, huevos un par de sándwiches de queso, no me acuerdo bien, cosas así. Eso era lo que le tocaba hacer a ella siempre que salíamos a caminar por la playa. A cada uno lo que le correspondía. Yo me había decidido a las finales por el formón que era bastante largo para tratarse de un formón. La lesna y el cuchillo se habían quedado en la caja de herramientas. Se requiere bastante más habilidad para emplearlos de la que yo tenía. El sol ahuyentaba a las nubes, pero la atmósfera aún permanecía un poco húmeda y sofocante. Los pastelones de cemento del suelo todavía estaban mojados. En general, a esa hora y fuera de la estación de veraneo, la única gente que frecuentaban la playa eran en su mayoría pescadores, mariscadores y recolectores de lama. Los había visto en la playa, o sino en el mercado, innumerables veces, destripando pescados, cortándoles la cabeza, desollándolos, sacando los caracoles de sus conchas con unos alambres curvos, mientras a sus pies crecía el montón de entrañas, pellejos y cabezas de pescado, punteado de moscas que zumbaban, mientras arriba en el cielo azul, las gaviotas esbozaban círculos voraces sobre sus gorros de lana. Salimos caminando sin prisa hacia la playa. Tardamos casi una hora en llegar. Hacía un poco de viento. Ella se había amarrado el pelo rubio con una cinta roja. A mi pedido, se había sacado las medias y las había echado en la canasta. Cuando al fin atravesábamos las primeras dunas hacía más viento, pero hacía un poco más de calor. La playa se estiraba a lo largo de toda la costa, entre los dos pueblos, festoneada y a veces invadida por las dunas. Caminamos todavía un par de cuadras para estar más seguros. No se veía un alma por las cercanías. A esa hora toda la gente del pueblo debería estar durmiendo la siesta. Pero no todos. A unos cincuenta metros hacia mi izquierda me pareció ver por el rabillo del ojo unos movimientos furtivos. Me detuve a orinar mientras examinaba el contorno como a la descuidada. Decidimos quedarnos entre las dunas porque más a la orilla del mar corría un vientecillo helado. Atravesamos montañas de conchas de mariscos y patas de jaiva, cochayuyo seco, buscando un lugar propicio. El olor de las lamas en putrefacción, de las conchas marinas, llenaba el aire. Ese olor marino siempre renueva la vitalidad y es muy excitante. Respiré con ansias. En un recodo en que se juntaban dos dunas, la arena formaba como un nido, para esos tórtolos que éramos nosotros. Allí nos sentamos y comenzamos a besarnos. Aventuré una mano por su piel. Pero no estaba completamente tranquilo, no podía abandonarme. Volví repentinamente a la cabeza como si un sexto sentido me avisara. En una milésima de segundo alcancé a ver la silueta de un hombre moreno que gateaba rápidamente, a unos veinte metros y casi a los pies de una duna. "Un parejero", me dije. Al verme, adoptó una postura relajada, tendido boca arriba con un brazo doblado bajo la cabeza, a manera de almohada. No era más que un tipo que tomaba sol. Me volví con la intención de ver si había otra gente alrededor. Como a una media cuadra más atrás, pude advertir la silueta oscura de otro hombre caminaba apareciendo y desapareciendo entre las dunas. Cuando yo volví la cabeza, hizo como que se agachaba a buscar algo en la arena ¿ Un cristal pulido por las aguas? ¿Una concha? ¿Una piedra con vetas coloreadas? Yo no podía saberlo. Le hice a ella una además para que nos levantáramos. Comenzamos a desandar el camino. Logramos por fin encontrar una ubicación que nos asegurara por lo menos un panorama de la mayor parte del paisaje frente a nuestros ojos, con la espalda contra una pequeña duna. Nos sentamos. Nos besamos. Acaricié y besé sus muslos, subiendo su falda con mi rostro pegado a ellos hasta que sentí el suave aroma de su sexo. Luego ella comenzó, con gestos pausados, a soltarse el pelo. Ése era un gesto que siempre me excitaba, y ella lo sabía. Yo entretanto desenrollaba la cinta aisladora que había traído conmigo en el bolsillo trasero del pantalón, y la enrollaba alrededor de la hoja del formón, para formar una empuñadura. Nunca se sabe lo que puede pasar y había mucho movimiento furtivo alrededor. Generalmente para aplicar golpes y tratándose de un formón, es preferible la empuñadura. Si ésta es de metal, será de un metal más pesado que el de la hoja (en este caso de plomo), y tendrá más cuerpo para golpear. Al blandirla, el peso de la empuñadura doblará la hoja por sí misma, agregando fuerza al golpe. Pero al empuñar el formón por la hoja, que es de acero, de ángulos filudos, duele la mano y puede que los dedos se resbalen. Por eso es conveniente cubrirla con bastante huincha aisladora, o en su defecto, con gasa, tela emplástica o género. En último caso cáñamo, tratando de formar una empuñadura. Tiene que ser un material que no sea resbaladizo. Hay quienes prefieren golpear con la hoja, así convenientemente envuelta, alegando que la huincha o el género amortiguan el sonido del golpe y no dejan señales externas. Pero yo encuentro que es preferible golpear con la empuñadura, sobre todo cuando es de metal. La silueta anteriormente vista debía estar ahora más cerca de nosotros. No la veía, pero la presentía. O mejor la suponía. El hombre no era tan tonto como para mostrarse, corriendo el riesgo de ser visto. Y era un adulto. Si se hubiera tratado de un adolescente no hubiera resistido la tentación de asomar un largo y delgado pescuezo sobre las dunas, atisbando con sus febriles ojos orlados de ojeras. Pero se trataba de un hombre con experiencia, por su sinuosa manera de reptar, por su contención hasta las finales del espectáculo, y por su persistencia y aplomo al sentirse sorprendido. Pero había cometido un error garrafal. O se estaba poniendo viejo. Yo veía su sombra que se proyectaba por detrás de una duna situada al noroeste nuestro, mientras la besaba. Hay otro indicio que me permite asegurar que se trataba de un perito en la faena: La primera vez que un novato se encuentra sorprendido, se avergüenza y huye. Este tipo se había quedado donde mismo, y su actitud al pretender tomar sol en un terreno que bien se veía que no era el apropiado, y en una tenida absurda, era de una tranquila mofa, incluso de franco insulto y desafío. Si yo lo interpelaba, (a nadie en su sano juicio se le ocurriría hacerlo), sabría que tiene todas las cartas en la mano, porque las parejas recorren la playa buscando la clandestinidad y tiene que pagar su tributo. Sé de quienes se hacen los desentendidos y consuman su amor, a veces ante decenas de ojos. Por otra parte, he sabido de sujetos que han llegado hasta el chantaje, --si la señorita es de una buena familia conocida en la zona--. Por lo tanto, le indiqué a ella, sin mover casi los labios, mientras la besaba, que no diera a entender que habíamos visto al sujeto, y cuando finalicé el largo beso, ya tenía hecho mi plan. Ella caminó unos pasos hacia la derecha y empezó despacito a bajarse el cierre del vestido, como si fuera a desvestirse. Yo, sin hacer ruido y empuñando el formón por la hoja repté como un reptil hacia la duna detrás de la que se ocultaba el hombre. Subí en cuatro pies hasta cima, cuidadosamente. Ella ya estaba en calzones. Con ademán púdico se cubrió los pechos. Era de esperar que el hombre no se hubiera dado cuenta, porque era como anunciarle que lo habíamos descubierto. Una niña que sabe que no la están mirando no se cubre los pechos. Avancé más rápido, empuñando el formón por la hoja envuelta en la cinta negra. No era necesario tomar precauciones extremas: el fulano no se esperaba mi proceder, y era seguro que la miraba embelesado tratando de no perder detalle de ese festín visual. Al llegar a la parte superior de la duna, levanté por accidente algo de arena con la mano en que llevaba el formón. Inmediatamente me eché boca abajo inmóvil, esperando que el hombre no hubiera lo advertido. Pero entonces me pasó un accidente que resultó providencial. Me raspé la frente con una piedra (o roca) que apenas sobresalía de la arena. No la había visto por su color blanco, que la mimetizaba. Quizás era de cuarzo. Si hubiera estado en otras circunstancias, me habría detenido a admirarla. Si me hubiera desplazado algunos centímetros más hacia la izquierda, me habría abierto la cabeza como una sandía y ya no estaría relatándoles esto. Ahora al pensarlo, se me encoge el corazón. Pasé momentos de angustia y sudé copiosamente mientras extendía la mano hacia la piedra: si era una roca de la que sobresaliera tan sólo ese pedacito y su masa oculta por toneladas de arena era por ejemplo el pico de alguna antigua formación rocosa, no tendría la menor posibilidad de éxito al pretender levantarla y menos manipularla. La parte que sobresalía no excedía en volumen o peso a un adoquín común y corriente, de esos que aún se usan para empedrar las calles. Ahora, fiel a las instrucciones que le había musitado, ella se bajaba lentamente los calzones. Por un momento yo también me dejé absorber por el espectáculo. Una gaviota pasó graznando sobre mi cabeza y me sacó de mi contemplación. Me alcé de rodillas con la piedra en vilo. Abajo, en cuatro pies, en mitad de la duna, el individuo observaba, protegido, él creía, por un montón de lama seca. La piedra se estrelló sobre su cráneo que se abrió con un crujido seco, como un ladrillo que cae sobre un piso húmedo, de tierra. A su lado cayó el formón, que había dejado caer sin darme cuenta. Entonces ella vino a ver, con los grandes ojos azorados, y desnuda. El sol parecía mojar su cuerpo bronceado de largos miembros natatorios. Sus ojos glaucos brillaban como dos pequeños charcos, al sol. "Agáchate", le dije, "te pueden ver de todas partes". De la cabeza rota del hombre casi a sus pies manaba una sangre espesa, tirando a granate, que se arrastraba penosamente por la arena, que la absorbía. Bajo el sol, que la coagulaba, iniciando perpetuos cursos murientes como de lacre caliente. Ella miraba paralogizada. No tuve más remedio que tomarla de un hombro y lanzarla de espaldas contra el suelo, para que no la advirtieran. Pero de repente me comencé a sentir muy excitado. Intenté abrir sus piernas pero parecía nerviosa y las apretaba. Mientras yo forcejeaba, moscardones y tábanos zumbadores comenzaban a congregarse en, sobre, y alrededor de la cabeza del hombre que yacía a unos pasos. Después de intentar penetrarla por unos instantes, desistí. Sus miembros parecían los de una muñeca de goma. Era claro que ella no iba a poder hacer el amor en esas circunstancias. "Vámonos de aquí", me dijo mientras fruncía la boca a punto de llorar. Le indiqué imperativamente que primero fuera a buscar su ropa que se distinguía en un montoncito vaporoso al pié de una duna. En el momento en que se levantaba vi a la segunda silueta aparecer a unos cincuenta metros de nosotros. Con pavor, traté de ocultar el cadáver con mi cuerpo, lo que era difícil, ya que era más voluminoso que yo, y me manché de sangre la manga de la camisa. Afortunadamente, el otro hombre no se dio cuenta, pues la estaba mirando a ella, erguida primero, inclinándose después a la vera de la duna en procura de su ropa, resplandeciente en su desnudez, como una estatua de marfil, con una pátina apenas doraba. Tomando lentamente una prenda después de otra, volviéndose a agachar en procura de una zapatilla que se le había caído. El hombre ya me había visto antes, con ella. Que su torpe vista escudriñara el terreno al notar mi ausencia era cuestión de segundos. Era cuestión de un par de parpadeos luego del encandilamiento. Recogí, inclinándome, el formón por el mango, luego lo tomé por la hoja y eché una mirada al terreno. Todo en cuestión de segundos. Luego eché a correr, agazapado, en zig-zag, por entre las dunas, fuera de su campo visual. Es difícil correr rápido en la playa. El viento ya no levantaba arena. Por el contrario, la que yo aventaba con cada uno de mis pasos se reincorporaba pesadamente al terreno. Cuando llegué a su lado, él ya no la miraba. Ahora estaba con la mirada fija en el cadáver y parecía asombrado, como tratando de hacer una suma de cosas dispares: una niña desnuda, con sus ropas en la mano, más un cadáver con la cabeza rota, en torno al cuan zumban las moscas. Me erguí rápidamente y lo golpeé inmediatamente detrás de la oreja, como he oído decir que se golpea a los conejos. Quedó trastabillando como un gran oso harapiento. No caía. Giré en torno a él y le di con el formón en la parte posterior del cráneo. Entonces sí que cayó, pero se debatía, moviendo brazos y piernas. Tuve que golpearlo repetidas veces y aún así, la cabeza parecía compacta como si estuviera rellena de género o de arena. Pero estaba muerto. Sus movimientos vestigiales disminuyeron hasta desaparecer. Ahora ella llegaba con su ropa bajo el brazo, sin parecer comprender lo que sucedía. Ahora era necesario ocultar ambos cuerpos. Miré a mi alrededor. Cerca de allí había una depresión entre dos dunas. Yo quería colocar allí los dos cadáveres y luego echarles arena encima. Mientras arrastraba al pesado bruto por los pies hasta echarlo en la hendija, ella salió de mi campo visual. Cuando hube terminado con esa parte de mi tarea di vuelta la cabeza para ver dónde estaba. No la vi. Tampoco vi el otro cuerpo. Sólo vi su ropa que estaba tirada sobre la arena, a merced de la brisa que soplaba, de cualquier manera. Me di a la tarea de buscarla. A los pocos segundos me di cuenta de que estaba un poco más allá, llorando a la orilla del mar. Estaba cansado y me costaba hablar. Ella arrastraba al otro cuerpo de un pie, trabajosamente, dejando atrás un hilillo oscuro de sangre que se coagulaba rápidamente en la arena tibia. Ella se detenía cada cierto trecho para tomar aliento entre sollozos, al borde de un ataque de histeria. También se la veía a punto de desplomarse. Ella me miraba con el temor de un niño que espera golpes y reprimendas. Yo la tranquilicé lo mejor que pude con una sonrisa y esa pequeña caricia en la mejilla que siempre tenía el efecto de tranquilizarla. Me despojé de mis ropas, disponiéndome a completar la tarea. Me eché el fardo inerte a la espalda y eché a caminar por la arena, agobiado por el peso, adentrándome en el agua, hasta que me hubo llegado al cuello. En verdad el agua estaba helada. Entonces lo solté y vi cómo se hundía de bruces primero, para luego subir a la superficie lentamente y quedar boca abajo, con el tronco al aire, y los brazos y piernas, así como la cabeza, colgando dentro del agua. El agua inflaba sus vestimentas, demasiado amplias para su osamenta, produciendo un efecto casi cómico. Di unas cuantas brazadas y me pelé una rodilla contra una roca del fondo. Tiritando salí del agua. Ella estaba sentada sin expresión. Yo recogí mi ropa y eché a caminar con ella hacia las dunas. Al llegar de vuelta a la arena nos encontramos con una desagradable sorpresa, que nos habían ocultado las dunas: Un hombre de gabán, al parecer un pescador, examinaba el cuerpo medio cubierto de arena con un cierto asco. Con la punta del pie dio vuelta la cabeza buscando la invisible lesión. Por la boca de la cabeza todavía brotaba un hilillo de sangre. El hombre contempló el cuerpo casi con indiferencia. Sus ojillos rojos brillaban impasibles bajo las hirsutas cejas, entre el grueso cutis curtido. Su cara era tan expresiva como un pedazo de cuarzo. En una de sus nervudas manos sostenía una antigua pistola. Al cinto le pendía un cuchillo abridor de mariscos. "No traten de hacerse los desentendidos"- nos dijo- "Lo vi todo". Nosotros nos miramos con zozobra. Cuando dijo "tapen el cadáver", una chispa de esperanza hizo vibrar al unísono nuestros cuerpos desnudos. Ambos nos pusimos a echar arena haciendo pala con las manos juntas hasta formar un montículo de regular tamaño sobre el yaciente. Cubiertos de sudor dimos fin a nuestra tarea y nos quedamos enfrentando al viejo gigantón en actitud interrogante. Entonces nos dio la espalda y se marchó. Nos quedamos paralogizados y nos abrazamos. Ella se notaba nerviosa. Era natural. Por el contrario, yo me sentía un poco afuera de lo que estaba pasando. Algunas gaviotas describían círculos o parábolas en lo alto, sobre el túmulo, seguramente esperarían que nos fuéramos para empezar a picotear el cadáver. En el mar, a una decena de metros de la plaza, se veía algo como un tronco, en el que se atareaban ahora innumeras aves marinas. Nosotros sabíamos de qué se trataba. El sol brillaba. Las gaviotas graznaban oliscando la muerte. Nos quedamos parados, tomados de la mano, sin saber qué hacer. Pronto las aves de rapiña y los perros errantes de las playas darían con el cadáver enterrado y lo expondrían sobre la arena, donde cualquiera que acertara a pasar podría verlo, como eventualmente sucedió. Ella sollozaba diciendo "Tengo ganas de ir al baño, tengo ganas de irme a la casa". Pero entonces el hombre ya volvía, desandando sus pasos. Con una mano arrastraba un enorme montón de cochayuyos. Pulgas de mar saltaban entre sus haces. En la otra mano se advertía un teléfono celular. Luego extrajo de un bolsillo un gran pañuelo y se secó el sudor de la frente y el cuello en forma lenta. Pausadamente. Sus movimientos y ademanes eran calmos. Sin embargo, en sus ojos nos miraba algo que no era benevolencia. A lo lejos vimos acercarse una pareja de policías. Nos dijo "Vístanse, nos vamos".

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Ottawa, Ontario, Canada
Canadá desde 1975, se inicia en los 60 en el Grupo América y la Escuela de Santiago. Sus libros de poemas son El evasionista/the Escape Artist (Ottawa, 1981); La calle (Santiago, 1986); The Witch (Ottawa, 1986); Tánger (Santiago, 1990); Tangier (Ottawa, 1997); A vuelo de pájaro (Ottawa, 1998); Vitral con pájaros (Ottawa; 2002) Reflexión hacia el sur (Saskatoon, 2004) y Cronipoemas (Ottawa, 2010) En prosa, la novela De chácharas y largavistas, (Ottawa, 1993). Es autor de la antología Northern Cronopios, antología de narradores chilenos en Canadá, Canadá, 1993. Tiene prosa, poesía y crítica en Chile, Estados Unidos, Canadá, México, Cuba, España y Polonia. En 2000 ganó el concurso de nouvelle de www.escritores.cl con El diario de Pancracio Fernández. Ha sido antologado por ejemplo en Cien microcuentos chilenos, de Juan Armando Epple; Latinocanadá, Hugo Hazelton; Poéticas de Chile. Chilean Poets. Gonzalo Contreras; The Changuing Faces of Chilean Poetry. A Translation of Avant Garde, Women’s, and Protest Poetry, de Sandra E.Aravena de Herron. Es uno de los editores de Split/Quotation – La cita trunca.

Instalación en la casa de Parra en Las Cruces

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Chile, 2005, Foto de Patricio Luco. Se pueden ver en esta "Biblioteca mínima indispensable" el Manual de Carreño, el Manifiesto Comunista y Mi Lucha

Chile, 2005

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Una foto con el vate Nicanor Parra, candidato al premio Nobel de Literatura