Jorge Etcheverry Arcaya
Me pasan a
dejar a la casa que yo le indico a G. que
conduce, después de un examen de la personalidad y aspiraciones de L., a quien
siempre—especialmente yo, tratamos de mirar en menos, sin entender sus
complejidades y anhelos. Es de día, comienzo de la tarde, pero las diligencias
me dejaron agotado. Llego a mi departamento en el segundo piso de una casa, me
desvisto y duermo un rato. Cuando despierto caigo en la cuenta de que hay otros
muebles, ropas de mujer. No consigo encontrar mi ropa. Se escuchan pasos, voces
de mujeres, una llave da vueltas en la cerradura que miro con pavor. Me
encuentro desnudo, trato de taparme con algo, un abrigo. En vez de
escandalizarse se sonríen y me tranquilizan, les explico la situación. Veo mi
ropa y torpemente, ruborizado, me visto. Pero no encuentro los zapatos.
Si los personajes, o parte de ellos, son reales
y el hecho de que reconoce la fachada de la casa y pareciera que la calle, la
ubicación del departamento, quiere decir que puede que haya visitado un mundo
paralelo que ya empezó a construir en sueños, donde por supuesto tiene que
haber elementos del así llamado mundo real, que a la postre es el que
suministra los materiales del mundo paralelo. Prefiero no usar el término “mundo
alternativo”, ya que implicaría una elección o existencia de un mundo en
desmedro del otro, lo que no parece ser el caso.
Me trataron
bastante bien, y pude enterarme que Hitler ganó la segunda guerra hacía
trescientos años. El asunto de las razas terminó por extinguirse de la
conciencia pública, lo que pasa con todas las concepciones que se convierten en
institucionales y manidas y generan a la postre su opuesto. En las décadas siguientes a la guerra, surgieron movimientos de
afirmación racial y cultural por todas partes, desplazando a la hegemonía aria,
que también se fueron extinguiendo por la repetición y la imposición de una
cultura universal urbana. La ciudad y el país son otros, me dijeron, me consiguieron
unos zapatos, una tenida más acorde. Me alojaron en diversos lugares. Una vez,
acompañado por algunos hombres y mujeres asistentes a una recepción, o reunión,
o fiesta, y luego de haberme dado cuenta
de que mi calle no existe, ni la ciudad, que pese a sus similitudes con
mi mundo original no existen, o mejor, tienen otro nombre. Una mujer me
pregunta por el pintor M. a quien conozco desde el otro mundo. Vamos a su casa
que no queda lejos, está de terno, y se ve opulento, no parece verme. Llega D.,
poeta hindú a quien conozco también desde el otro mundo, no parece conocerme y
vamos a su suite, que es una especie de penthouse, allí hay gente de varias
nacionalidades, o mejor orígenes étnicos. Una mujer que estaba en la primera
residencia donde me desperté me dice que puedo volver con ellos y estar ahí. Me
piden que haga un número. Por el rabillo del ojo había visto a gente de la
concurrencia que recitaba poemas, o que sacaban no sé de donde instrumentos,
algunos desconocidos para mí. Entonces rebuscando, aunque no había visto a
nadie que hiciera algún tipo de actuación, hago una imitación del personaje
central del Padrino, una película clásica en el mundo de mi procedencia.
Siempre me había gustado el teatro e incluso alguna vez tuve un papel muy
mínimo en una de las primeras películas de Raoul Ruiz, para que vean qué viejo
soy. Entonces los contertulios empiezan a sacar sobres con dinero, parece, y me
los comienzan a pasar. Encontré cómo vivir en ese nuevo mundo, paralelo, y les
cuento las circunstancias.