Roberto Rivera Vicencio
La voz de Jorge Etcheverry (1945) desde el Grupo América y la
Escuela de Santiago en el Instituto Pedagógico de los setenta, se consolida con
“Reflexión hacia el Sur” como una de las más singulares y
representativas de la poesía chilena, pese a su ya demasiado largo exilio
canadiense.
Voz que se ubica equidistante de una lírica de la ruptura y a la vez de
la tradición, en un curioso engranaje de estilo que recuerda el Chile fundacional
de Pezoa Véliz llevado por un fluir de modernidad y post modernidad, una voz colectiva e
íntima que engarza en la conformación de la historia reciente de nuestro país,
ese modo de “no ser” que se extiende hasta la divagación para luego hacernos
sentir en el temblor subterráneo, la semilla, de este “pueblo extrañamente
dotado por la naturaleza” y la duda de estos “hijos de mirada sensible y
perpleja”.
El Chile oficial y mítico de nuestras representaciones toma cuerpo en
esta poesía para mostrarnos su revés, la otra historia, la de los movimientos
sociales, la de la mujer de ojos grandes y amplio regazo que proyectan su
estirpe desde la Araucanía, desde el perfil anguloso de Inés de Suárez, el
mestizaje, la íntima y secreta historia de la familia de Chile, la mujer,
siempre la mujer en su centro, en tanto hombres borrosos toman cuerpo y
consistencia pasando a cuchillo a los mayores de ocho años en la campaña de
exterminio de Arauco, al lado o frente a los hijos de Caupolicán que cargan hoy
sacos de harina en las panaderías, hijos de voces agudas que hablan con los
pájaros y un buen día emigran a las ciudades a buscar trabajo.
Etcheverry reinterpreta, encuentra nuevos referentes y significados, actualiza el Chile mítico en una suerte de mosaico en movimiento, esa parte que subyace de nuestra historia cubierta por la neblina, cada vez más imprecisa y lejana, presente en esta mirada solitaria y huérfana que no sube a nacer conmigo, no podría (“Dejemos a ese gran pájaro alejarse”, dice Etcheverry), sino que surge de un nosotros desplazado y disperso por la perdigonada por los cuatro puntos cardinales, deambulando por ciudades irreales cuando “Tienes razón, aunque te has puesto un poco gordo y se te ve demasiado tranquilo últimamente”.
Etcheverry reinterpreta, encuentra nuevos referentes y significados, actualiza el Chile mítico en una suerte de mosaico en movimiento, esa parte que subyace de nuestra historia cubierta por la neblina, cada vez más imprecisa y lejana, presente en esta mirada solitaria y huérfana que no sube a nacer conmigo, no podría (“Dejemos a ese gran pájaro alejarse”, dice Etcheverry), sino que surge de un nosotros desplazado y disperso por la perdigonada por los cuatro puntos cardinales, deambulando por ciudades irreales cuando “Tienes razón, aunque te has puesto un poco gordo y se te ve demasiado tranquilo últimamente”.
En esta suerte de promiscuidad, en “Postales I y II”, no sabemos si los
hijos de pescadores se ponen ropa deportiva. O si los veraneantes se tostaron
en la playa, lo que sí sabemos es que la señora pasa con la bolsa de las
compras, jadeando, subiendo la cuesta, como diciendo “Hasta aquí no más
llegamos” que casi podemos ver y nietos que hablan otra lengua y comen otros
alimentos, tratan de pensar que los montes y los valles y la larga costa eran
un sueño. Etcheverry nos recuerda a Gabriela Mistral, nos recuerda “Montañas Mías”:
“Y aunque me digan el mote / de ausente y de renegada, / me las tuve y me las
tengo / todavía, todavía, / y me sigue su mirada” y “ Salto del Laja” esos
versos: “cae la mártir indiada / y cae también mi vida”. Un constante
rediscutirse nuestros orígenes como parte de nuestros proyectos y anhelos,
“metiendo primero el pie y luego la mano y el cuerpo entero en el engranaje del
día, recomponiendo los objetos y las relaciones sociales”, una poesía donde la
social y lo íntimo y subjetivo se juntan para tomar nuevos caminos y sentidos,
la poesía actual y vigente de nuestro Chile.