Jorge Etcheverry
Me la encontré sentada en la mesa sempiterna del café—de negro, gótica, de pelo pintado, o con una faldita floreada de lo más mona—no me acuerdo
“Hola, como estaí. Me dijeron que me andabai buscando. El otro día me estaba tomando una absenta en este mismo café creo y el Rimbaud me dijo “Mira, oye, El Jorge te anda buscando. Parece que te quiere hacer una entrevista, aunque no sabe todavía dónde la va a colocar”—bueno es cosa dél, le dije—Oye Jorge, a mí no me gusta mucho dar entrevistas, aunque tú eres testigo que no tengo problemas para hablar con todo el mundo, me encanta la conversa. Me vienen a ver poetas gordos y flacos, señoras, profesores muy simpáticos, poetas caídos al frasco, otros que se alimentan básicamente de quinoa, niñas muy talentosas que escriben regio, en su casa, pero que no tienen quién las publique y no están muy metidas que digamos en las redes sociales, que tengo que reconocer que son un gran adelanto. Ahora hay cientos de miles de poetas y en esas listas se mandan cosas muy positivas, el mundo está cubierto casi por una red poética—está lleno de asociaciones y se hacen encuentros y festivales todo el tiempo, por todas partes—y se está peleando por unas cosas bastante básicas, te diré, que yo creía que estaban arregladas hace más de un siglo. Una cosa buena es que si bien no todo el mundo puede ser ingeniero o astronauta, casi toda la gente tiene algo de poeta, aunque parezca harto cliché y tenga que salir el antipoeta para sacar un poco de brillo, amononar la cosa para que no se haga una lata espantosa a punta de repeticiones, afilar un poco los cuchillos de las palabras, darle una manito de gato a las imágenes. Me encanta la conversa, pero tú sabes de lo que estoy hablando, pídeme un vinito o un café, lo que toma la gente civilizada. Ya ni me acuerdo ni del nombre de este café o si estábamos en Santiago, Buenos Aires, Montreal o Barcelona. Me siento más a gusto en las ciudades grandes. Y no es que no me guste la naturaleza, me encantan los animales, los pescados y los pájaros, sobre todo los gorriones y los cuervos. Respecto a lo que dicen algunos, que de dónde saco pa tanto como destaco, mira Jorge”, yo hago un par time con ustedes, de eso me mantengo. Me encanta la gente, me encanta trabajar con la humanidad”
Blogista de algún modo personal, pero que acepta anuncios, colaboraciones y comentarios de lectores y etcheverroides. Dedicada sobre todo a textos, literatura (eventos, artículos, crítica, metacrítica, etc.), política en sentido amplio--y en el otro-- e ideas. Dirigir la correspondencia a jorgecheverry@yahoo.com o a jorgeetcheverry@rogers.com
Thursday, March 22, 2012
Wednesday, March 21, 2012
Manvantara con dos sueños
Jorge Etcheverry
Cuando termines de leer esto yo habré desaparecido de la memoria, no tan sólo tuya, que lees esta hoja que acabo de meter en este libro escogido al azar, pero presumiendo cierto interés literario de parte tuya, más específicamente en la poesía. Seguro que te vas a preguntar quién es este fulano. Pero después vas a decir “ahhh, se trata de ese joven poeta de Luisiana, seguramente que el tipo que escribe se equivocó al escribir el nombre”. Es corriente que se equivoquen al escribir los nombres incluso en los mejores periódicos y no se puede esperar otra cosa en una nota como ésta, a mano y apresurada. Lo más probable es que al leer por segunda vez te saltes el nombre. Pero todavía yo soy yo, es decir que todavía no me he muerto, o no he desaparecido para adquirir de golpe y porrazo (esa expresión era muy usada en mi país, en mi ya lejana infancia) una nueva historia, una nueva encarnación por así decir. Lo paradójico es cómo esta inminente transformación mía va a generar una cierta historia ‘desde el presente hacia atrás’ y como estoy escribiendo con lápiz pasta (o rotulador como dicen los españoles) no puedo usar itálicas para recalcar esto que acabo de decir, así es que pongo la frase entre comillas simples. Con los años pareciera que mi estilo se resintiera de una cierta morosidad. Es curioso que cuando menos vida nos queda, o menos hilo en la cañuela, para recordar otra expresión ya perdida en el tiempo, en lugar de multiplicar los preciosos instantes que nos quedan mediante la rapidez, nos hacemos más lentos. Pero vamos al grano. Yo he ejercitado por décadas una poesía—o algo que entonces llamaba poesía —que desde que empecé a escribir era bastante rara, y que tan sólo en la última década me he atrevido a calificar como ‘parapoesía’. Eso me ha tocado hacerlo en el peor medio posible para una empresa de esa naturaleza, y definitivamente a contrapelo de mis tendencias políticas de izquierda, que se espera tendrían que hacerme producir en cambio unos poemas en la vena de lo que en general se ha venido llamando ‘realismo socialista’. A esos problemas me vi enfrentado desde mis ya lejanos inicios como poeta, en una década del siglo pasado en que los poetas de mi país trataban justamente de superar anfractuosidades y hacerse tan universales como accesibles, y la vanguardia poética estaba reducida a otros pocos despistados como yo, exactamente los dedos de una mano y otros cuantos jóvenes juguetones que a las finales terminaron en Europa. Obligado por circunstancias históricas de todos conocidas en mi país de origen vine a dar a este país (que omito), quizás la peor ubicación en el planeta para una empresa poética como la mía. Hasta que junto con el recrudecimiento de mis achaques y la resignación a que mi trabajo le gustara a unas cuantas almas gemelas en los cuatro puntos cardinales, asistí a un evento que omito en una ciudad que no voy a nombrar, a unas cuatro horas en bus de donde vivo ahora. En uno de los actos, una pareja hindú cantó la arrebatadora versión clásica de un poema de Tagore, contra el fondo sincopado de un timbal de aire comprimido y mientras en una pantalla al costado del escenario se desplegaba la traducción al inglés de ese poema que era a la vez como un cuadro. El intérprete, un joven poeta bengalí que vive en Montreal, me dijo que en general los poemas de Tagore eran como pinturas. Esa noche la Vaca del Cielo me miró en sueños teniendo como fondo la ciudad nocturna y yo levanté la vista, alentado por un sabio pájaro que me prevenía de las distracciones banales. Entonces la vaca me ofreció esta manvantara, este avatar. No soy experto en la religión hindú ni estoy seguro que tenga origen terrestre como las pedestres religiones del Libro. Tuve un segundo sueño en que escuché que alguien me decía que en la Luisiana había un plato típico que se llamaba Echeverri con patas. Al despertar urgido por la necesidad de orinar, una voz tronante que se perdía en la distancia me dijo que mi próximo ciclo me redimiría en esa región del sur de Estados Unidos que siempre me ha intrigado y donde estuvo viviendo hasta hace poco uno de mis más cercanos colaboradores. Se empezaba a configurar el perfil de Georges D’Etcheverry, joven poeta experimental de la Luisiana que ya algunos críticos definen básicamente como una fortuita encrucijada de lenguas y culturas, acaso de hemisferios, mientras yo a mi vez me disuelvo en la nada, no sé si contento.
Cuando termines de leer esto yo habré desaparecido de la memoria, no tan sólo tuya, que lees esta hoja que acabo de meter en este libro escogido al azar, pero presumiendo cierto interés literario de parte tuya, más específicamente en la poesía. Seguro que te vas a preguntar quién es este fulano. Pero después vas a decir “ahhh, se trata de ese joven poeta de Luisiana, seguramente que el tipo que escribe se equivocó al escribir el nombre”. Es corriente que se equivoquen al escribir los nombres incluso en los mejores periódicos y no se puede esperar otra cosa en una nota como ésta, a mano y apresurada. Lo más probable es que al leer por segunda vez te saltes el nombre. Pero todavía yo soy yo, es decir que todavía no me he muerto, o no he desaparecido para adquirir de golpe y porrazo (esa expresión era muy usada en mi país, en mi ya lejana infancia) una nueva historia, una nueva encarnación por así decir. Lo paradójico es cómo esta inminente transformación mía va a generar una cierta historia ‘desde el presente hacia atrás’ y como estoy escribiendo con lápiz pasta (o rotulador como dicen los españoles) no puedo usar itálicas para recalcar esto que acabo de decir, así es que pongo la frase entre comillas simples. Con los años pareciera que mi estilo se resintiera de una cierta morosidad. Es curioso que cuando menos vida nos queda, o menos hilo en la cañuela, para recordar otra expresión ya perdida en el tiempo, en lugar de multiplicar los preciosos instantes que nos quedan mediante la rapidez, nos hacemos más lentos. Pero vamos al grano. Yo he ejercitado por décadas una poesía—o algo que entonces llamaba poesía —que desde que empecé a escribir era bastante rara, y que tan sólo en la última década me he atrevido a calificar como ‘parapoesía’. Eso me ha tocado hacerlo en el peor medio posible para una empresa de esa naturaleza, y definitivamente a contrapelo de mis tendencias políticas de izquierda, que se espera tendrían que hacerme producir en cambio unos poemas en la vena de lo que en general se ha venido llamando ‘realismo socialista’. A esos problemas me vi enfrentado desde mis ya lejanos inicios como poeta, en una década del siglo pasado en que los poetas de mi país trataban justamente de superar anfractuosidades y hacerse tan universales como accesibles, y la vanguardia poética estaba reducida a otros pocos despistados como yo, exactamente los dedos de una mano y otros cuantos jóvenes juguetones que a las finales terminaron en Europa. Obligado por circunstancias históricas de todos conocidas en mi país de origen vine a dar a este país (que omito), quizás la peor ubicación en el planeta para una empresa poética como la mía. Hasta que junto con el recrudecimiento de mis achaques y la resignación a que mi trabajo le gustara a unas cuantas almas gemelas en los cuatro puntos cardinales, asistí a un evento que omito en una ciudad que no voy a nombrar, a unas cuatro horas en bus de donde vivo ahora. En uno de los actos, una pareja hindú cantó la arrebatadora versión clásica de un poema de Tagore, contra el fondo sincopado de un timbal de aire comprimido y mientras en una pantalla al costado del escenario se desplegaba la traducción al inglés de ese poema que era a la vez como un cuadro. El intérprete, un joven poeta bengalí que vive en Montreal, me dijo que en general los poemas de Tagore eran como pinturas. Esa noche la Vaca del Cielo me miró en sueños teniendo como fondo la ciudad nocturna y yo levanté la vista, alentado por un sabio pájaro que me prevenía de las distracciones banales. Entonces la vaca me ofreció esta manvantara, este avatar. No soy experto en la religión hindú ni estoy seguro que tenga origen terrestre como las pedestres religiones del Libro. Tuve un segundo sueño en que escuché que alguien me decía que en la Luisiana había un plato típico que se llamaba Echeverri con patas. Al despertar urgido por la necesidad de orinar, una voz tronante que se perdía en la distancia me dijo que mi próximo ciclo me redimiría en esa región del sur de Estados Unidos que siempre me ha intrigado y donde estuvo viviendo hasta hace poco uno de mis más cercanos colaboradores. Se empezaba a configurar el perfil de Georges D’Etcheverry, joven poeta experimental de la Luisiana que ya algunos críticos definen básicamente como una fortuita encrucijada de lenguas y culturas, acaso de hemisferios, mientras yo a mi vez me disuelvo en la nada, no sé si contento.
Sunday, March 18, 2012
Poesía y Exilio
Jorge Etcheverry
Sería interesante tratar de determinar la conexión entre poesía y exilio, qué es lo que hace que la poesía sea la forma artística más cultivada en una situación de exilio y a la vez, el vehículo literario más productivo para expresar los problemas sociales y políticos del momento. Quizás sea su conexión con el “corazón humano”, que es lo mismo que la conecta con lo que le importa más a la gente, no tan sólo en términos personales o individuales, sino en general, en su circunstancia vital, ya que la separación persona-mundo no existe, ya que los seres humanos no pueden ser separados de su entorno, social, cultural, político o cualquier otro. “Yo soy yo y mis circunstancias”, dijo Ortega y Gasset, cosa ya manida pero cierta. Es decir las circunstancias, el yo y la poesía, lado a lado. La poesía es, entre otras cosas, la forma más inmediata de expresión artística mediante el lenguaje, quizás solo después de las letras de las canciones, que a su vez pueden ser otra forma de la poesía.
Sin embargo, además de su conexión con la palabra hablada, sus aliteraciones, sintaxis y ritmo, aparte de ser una expresión de sentimientos ligada a la expresión física y corporal, la poesía es una forma de representación, y por lo tanto, una forma de conocimiento,.
Si aceptamos que la poesía es una forma de representación, de conocimiento, entonces lo será del mundo objetivo, y se instalará allá, delante de nosotros, como tantas otras instancias mediadas—las únicas posibles—del conocimiento humano, situando para nosotros el espectáculo del mundo que nos incluye en el mismo movimiento que lo muestra.
La poesía es la forma de representación literaria más inmediata y comprometida—en un sentido amplio—, ya que requiere que el conocimiento se haga presente en el acto mismo de la creación o actuación poética. Incluso luego de los intentos más radicales para des-significar la poesía mediante la combinación al azar de palabras y frases, el significado permanece y se instaura a través y en esta mezcla aparentemente caótica de sonidos, letras y palabras. Entonces podemos afirmar que los poetas siempre están cercanos a, o dentro, del ojo del huracán, del meollo de las cosas, en la medida misma en que están expresándose a sí mismos, no porque la poesía sea esencialmente y excluyentemente una expresión lírica— muy lejos de eso— sino porque de manera inevitable en su manifestación abarca al mundo. La poesía, como sus progenitores y compañeros de ruta — el mito y la religión — se desarrolló entre “los trabajos y los días”, registrando los momentos destacados de la vida histórica y cotidiana, ya sea en la palabra exaltada de los profetas y sacerdotes o en el lenguaje de la calle, o ambos, a la vez que expresaba la posición del hablante o la comunidad.
En este mundo contemporáneo de nómadas y expatriados, de migraciones y transhumancia, el exilio no es excepcional. El filigrana complejo y abarcador de la novela parecería ser el instrumento más adecuado para crear un patrón que abarcara a todas esas odiseas — al absorberlas, digerirlas y expresarlas. Pero sin embargo es la poesía y no la novela la que puede representar todo eso muchas veces fragmentario en la mejor y más rápida forma y a la vez comunicar o expresar las opciones disponibles para la comunidad exilada. La poesía es inmediata, reúne a una audiencia a su alrededor. La presencia del poeta que habla es esencial, así como el recitado (incluso el recitado que de alguna manera hace el lector individual de un libro de poesía). De ahí que a menudo las comunidades exiladas incluyen a la poesía en sus eventos políticos, junto a las canciones que narran la lucha de los exilados y los lazos que los unen a su tierra natal. La poesía puede jugar diversos papeles en la comunidad exilada pero siempre está ahí. El poeta puede compartir, preservar y divulgar las causas y problemas de la comunidad exilada en su lenguaje original. En la comunidad de compatriotas en el país anfitrión, el poeta testifica la permanencia de esta comunidad exilada y sus lazos con el país originario y su historia. No es necesario que los poemas traten de temas específicos. La poesía del exilio puede ser y habitualmente es, determinada temáticamente— compromiso político o nostalgia personal — pero no tiene que ser necesariamente así. En la experiencia de la comunidad chilena exilada en Canadá, en Ottawa, específicamente de fines de los 70 y comienzos de los 80, en cada evento de solidaridad el público escuchaba poemas comprometidos, las canciones de Víctor Jara, la música de los grupos chilenos emblemáticos que interpretaban los artistas chilenos locales, pero también los poemas en prosa más o menos crípticos de los miembros exilados de la Escuela de Santiago (agrupación neovanguardista urbana del Santiago de los sesenta y comienzos de los setenta) y fragmentos de La ciudad de Gonzalo Millán, con algunas páginas notables, que se convertiría en una obra emblemática del exilio poético chileno y la poesía chilena en Canadá. La resonancia linguística y el contenido de esos textos impactaba al público que reconocía experiencias vividas o de las que sabía, creando así empatía y un sentido colectivo de pertenencia.
La poesía como elemento cultural y político del exilio es un hecho vital de larga tradición. Cuando los miembros de la comunidad salvadoreña de Ottawa se reunieron en un café para seguir la elección que tenía lugar en esos mismos momentos en su país, a nadie le sorprendió que hubieran invitado a poetas a ese evento que muy pronto pasó a ser celebración. Existe una red mundial y más o menos informal de poetas que utiliza las tecnologías de información y comunicación para transmitir y divulgar casi inmediatamente su posición frente a situaciones que antes los poderes fácticos mantenían ocultas del público en general.
Esta red de poetas forma parte de una red informal de solidaridad, e incluye listas de sitios que la gente puede usar para conversar, intercambiar textos, documentación y opiniones, protestar contra determinados sucesos o acciones, divulgar información o firmar peticiones y declaraciones. Poetas del Mundo, con más de 6.000 poetas miembros en múltiples países, ejemplo del éxito de este tipo de redes, es una organización mundial de poetas regida por el principio de promover la paz y equidad mundiales y luchar por ellas. Los eventos y festivales organizados en las Américas por el Taller Cultural Sur que opera desde Montreal, son otro ejemplo de la amalgama de poesía y solidaridad en el continente, y por supuesto y primeramente están los Poetas Antiimperialistas de América también con sede en Montreal, el portal precursor y quizás el más importante, compuesto de poetas reconocidos nacionalmente en sus países y con posiciones progresistas y revolucionarias, y no podríamos dejar de mencionar a los festivales anuales de poesía de resistencia que se celebran en Toronto.
Es obvio que cualquier grupo o comunidad exilados van a tener su cuota de poetas, a veces reconocidos, muchas veces activistas culturales, a menudo además críticos o ensayistas, en general activistas que participan en trabajo político o de solidaridad.
La historia, especialmente en las Américas, está llena de estos poetas exilados polimorfos. Pablo Neruda produjo en el exilio su Canto general, que algunos consideran el trabajo más importante de la poesía latinoamericana. Y fue la nueva perspectiva exterior a su ambiente habitual, la situación en el exilio lo que permitió que Neruda, sin perder su modo de expresión ni su impulso, pudiera haber escrito este poema desde la perspectiva dual del participante y el observador.
Hoy en día el exilio es una realidad que puede abarcar a comunidades a menudo no plenamente integradas en el país anfitrión. Algunos de estos grupos en exilio no desean ser totalmente asimilados, ya que su visión de mundo y concepciones políticas y sociales nunca van a ser aceptadas en la cultura de corriente principal, e incluso podrían ser objeto de anatema. La globalización impone homogeneidad. El comercio elige y utiliza todo lo que puede empaquetar, promocionar y vender. Puede ser ropa, comida o espectáculos, incluso la religión de una población emigrada/exilada. Pero no puede comercializar una ideología que promueve un sistema económico y social alternativo. En este entorno, el pensamiento político, producido localmente o importado por quienes lleguen del exterior, no será tan bienvenido como lo son las religiones, ya que tenderá a atentar contra el 'orden establecido'. Las sociedades desarrolladas tienden a convertirse en unidimensionales. Terminan por aislar a la gente en tribus diferentes. Crean individuos aislados y alienados.
En este contexto, la poesía puede convertirse en el compendio de los signos culturales que no se pueden expresar de otra manera. Tiene un efecto catártico. Después de asistir a una reunión en que se ha leído poesía, la gente se va a la casa de alguna manera calmada, satisfecha. Para las comunidades exiladas, o nacidas en el exilio, la poesía sigue siendo la manera literaria principal de mantener un vínculo con su identidad original o de continuar elaborando una nueva identidad sin perder en su totalidad la antigua. Ya se han mencionado algunas redes de poetas que se despliegan por el mundo. Con seguridad hay otras, cuya presencia es la posibilidad del refugio virtual en una cofradía para compensar de alguna manera los avatares de la vida cotidiana, muchas veces alienada o carente de plenitud. Pero a la vez nos unen en los exilios internos o externos, refuerzan los vínculos con otros poetas y amantes de la poesía en todo el mundo, que comparten nuestros principios básicos y que desde la infinita pluralidad de sus voces, estilos y poéticas aspiran a ese nuevo mundo mejor, más pacífico y equitativo, que a veces se suele esbozar detrás o más allá de este.
Sería interesante tratar de determinar la conexión entre poesía y exilio, qué es lo que hace que la poesía sea la forma artística más cultivada en una situación de exilio y a la vez, el vehículo literario más productivo para expresar los problemas sociales y políticos del momento. Quizás sea su conexión con el “corazón humano”, que es lo mismo que la conecta con lo que le importa más a la gente, no tan sólo en términos personales o individuales, sino en general, en su circunstancia vital, ya que la separación persona-mundo no existe, ya que los seres humanos no pueden ser separados de su entorno, social, cultural, político o cualquier otro. “Yo soy yo y mis circunstancias”, dijo Ortega y Gasset, cosa ya manida pero cierta. Es decir las circunstancias, el yo y la poesía, lado a lado. La poesía es, entre otras cosas, la forma más inmediata de expresión artística mediante el lenguaje, quizás solo después de las letras de las canciones, que a su vez pueden ser otra forma de la poesía.
Sin embargo, además de su conexión con la palabra hablada, sus aliteraciones, sintaxis y ritmo, aparte de ser una expresión de sentimientos ligada a la expresión física y corporal, la poesía es una forma de representación, y por lo tanto, una forma de conocimiento,.
Si aceptamos que la poesía es una forma de representación, de conocimiento, entonces lo será del mundo objetivo, y se instalará allá, delante de nosotros, como tantas otras instancias mediadas—las únicas posibles—del conocimiento humano, situando para nosotros el espectáculo del mundo que nos incluye en el mismo movimiento que lo muestra.
La poesía es la forma de representación literaria más inmediata y comprometida—en un sentido amplio—, ya que requiere que el conocimiento se haga presente en el acto mismo de la creación o actuación poética. Incluso luego de los intentos más radicales para des-significar la poesía mediante la combinación al azar de palabras y frases, el significado permanece y se instaura a través y en esta mezcla aparentemente caótica de sonidos, letras y palabras. Entonces podemos afirmar que los poetas siempre están cercanos a, o dentro, del ojo del huracán, del meollo de las cosas, en la medida misma en que están expresándose a sí mismos, no porque la poesía sea esencialmente y excluyentemente una expresión lírica— muy lejos de eso— sino porque de manera inevitable en su manifestación abarca al mundo. La poesía, como sus progenitores y compañeros de ruta — el mito y la religión — se desarrolló entre “los trabajos y los días”, registrando los momentos destacados de la vida histórica y cotidiana, ya sea en la palabra exaltada de los profetas y sacerdotes o en el lenguaje de la calle, o ambos, a la vez que expresaba la posición del hablante o la comunidad.
En este mundo contemporáneo de nómadas y expatriados, de migraciones y transhumancia, el exilio no es excepcional. El filigrana complejo y abarcador de la novela parecería ser el instrumento más adecuado para crear un patrón que abarcara a todas esas odiseas — al absorberlas, digerirlas y expresarlas. Pero sin embargo es la poesía y no la novela la que puede representar todo eso muchas veces fragmentario en la mejor y más rápida forma y a la vez comunicar o expresar las opciones disponibles para la comunidad exilada. La poesía es inmediata, reúne a una audiencia a su alrededor. La presencia del poeta que habla es esencial, así como el recitado (incluso el recitado que de alguna manera hace el lector individual de un libro de poesía). De ahí que a menudo las comunidades exiladas incluyen a la poesía en sus eventos políticos, junto a las canciones que narran la lucha de los exilados y los lazos que los unen a su tierra natal. La poesía puede jugar diversos papeles en la comunidad exilada pero siempre está ahí. El poeta puede compartir, preservar y divulgar las causas y problemas de la comunidad exilada en su lenguaje original. En la comunidad de compatriotas en el país anfitrión, el poeta testifica la permanencia de esta comunidad exilada y sus lazos con el país originario y su historia. No es necesario que los poemas traten de temas específicos. La poesía del exilio puede ser y habitualmente es, determinada temáticamente— compromiso político o nostalgia personal — pero no tiene que ser necesariamente así. En la experiencia de la comunidad chilena exilada en Canadá, en Ottawa, específicamente de fines de los 70 y comienzos de los 80, en cada evento de solidaridad el público escuchaba poemas comprometidos, las canciones de Víctor Jara, la música de los grupos chilenos emblemáticos que interpretaban los artistas chilenos locales, pero también los poemas en prosa más o menos crípticos de los miembros exilados de la Escuela de Santiago (agrupación neovanguardista urbana del Santiago de los sesenta y comienzos de los setenta) y fragmentos de La ciudad de Gonzalo Millán, con algunas páginas notables, que se convertiría en una obra emblemática del exilio poético chileno y la poesía chilena en Canadá. La resonancia linguística y el contenido de esos textos impactaba al público que reconocía experiencias vividas o de las que sabía, creando así empatía y un sentido colectivo de pertenencia.
La poesía como elemento cultural y político del exilio es un hecho vital de larga tradición. Cuando los miembros de la comunidad salvadoreña de Ottawa se reunieron en un café para seguir la elección que tenía lugar en esos mismos momentos en su país, a nadie le sorprendió que hubieran invitado a poetas a ese evento que muy pronto pasó a ser celebración. Existe una red mundial y más o menos informal de poetas que utiliza las tecnologías de información y comunicación para transmitir y divulgar casi inmediatamente su posición frente a situaciones que antes los poderes fácticos mantenían ocultas del público en general.
Esta red de poetas forma parte de una red informal de solidaridad, e incluye listas de sitios que la gente puede usar para conversar, intercambiar textos, documentación y opiniones, protestar contra determinados sucesos o acciones, divulgar información o firmar peticiones y declaraciones. Poetas del Mundo, con más de 6.000 poetas miembros en múltiples países, ejemplo del éxito de este tipo de redes, es una organización mundial de poetas regida por el principio de promover la paz y equidad mundiales y luchar por ellas. Los eventos y festivales organizados en las Américas por el Taller Cultural Sur que opera desde Montreal, son otro ejemplo de la amalgama de poesía y solidaridad en el continente, y por supuesto y primeramente están los Poetas Antiimperialistas de América también con sede en Montreal, el portal precursor y quizás el más importante, compuesto de poetas reconocidos nacionalmente en sus países y con posiciones progresistas y revolucionarias, y no podríamos dejar de mencionar a los festivales anuales de poesía de resistencia que se celebran en Toronto.
Es obvio que cualquier grupo o comunidad exilados van a tener su cuota de poetas, a veces reconocidos, muchas veces activistas culturales, a menudo además críticos o ensayistas, en general activistas que participan en trabajo político o de solidaridad.
La historia, especialmente en las Américas, está llena de estos poetas exilados polimorfos. Pablo Neruda produjo en el exilio su Canto general, que algunos consideran el trabajo más importante de la poesía latinoamericana. Y fue la nueva perspectiva exterior a su ambiente habitual, la situación en el exilio lo que permitió que Neruda, sin perder su modo de expresión ni su impulso, pudiera haber escrito este poema desde la perspectiva dual del participante y el observador.
Hoy en día el exilio es una realidad que puede abarcar a comunidades a menudo no plenamente integradas en el país anfitrión. Algunos de estos grupos en exilio no desean ser totalmente asimilados, ya que su visión de mundo y concepciones políticas y sociales nunca van a ser aceptadas en la cultura de corriente principal, e incluso podrían ser objeto de anatema. La globalización impone homogeneidad. El comercio elige y utiliza todo lo que puede empaquetar, promocionar y vender. Puede ser ropa, comida o espectáculos, incluso la religión de una población emigrada/exilada. Pero no puede comercializar una ideología que promueve un sistema económico y social alternativo. En este entorno, el pensamiento político, producido localmente o importado por quienes lleguen del exterior, no será tan bienvenido como lo son las religiones, ya que tenderá a atentar contra el 'orden establecido'. Las sociedades desarrolladas tienden a convertirse en unidimensionales. Terminan por aislar a la gente en tribus diferentes. Crean individuos aislados y alienados.
En este contexto, la poesía puede convertirse en el compendio de los signos culturales que no se pueden expresar de otra manera. Tiene un efecto catártico. Después de asistir a una reunión en que se ha leído poesía, la gente se va a la casa de alguna manera calmada, satisfecha. Para las comunidades exiladas, o nacidas en el exilio, la poesía sigue siendo la manera literaria principal de mantener un vínculo con su identidad original o de continuar elaborando una nueva identidad sin perder en su totalidad la antigua. Ya se han mencionado algunas redes de poetas que se despliegan por el mundo. Con seguridad hay otras, cuya presencia es la posibilidad del refugio virtual en una cofradía para compensar de alguna manera los avatares de la vida cotidiana, muchas veces alienada o carente de plenitud. Pero a la vez nos unen en los exilios internos o externos, refuerzan los vínculos con otros poetas y amantes de la poesía en todo el mundo, que comparten nuestros principios básicos y que desde la infinita pluralidad de sus voces, estilos y poéticas aspiran a ese nuevo mundo mejor, más pacífico y equitativo, que a veces se suele esbozar detrás o más allá de este.
Sunday, March 11, 2012
Te miro
Jorge Etcheverry
Desde los aledaños
Te miro a ti te entreveo
Desde tus afueras
Con mi pluma torpe
Mi compás y sextantes mal ajustados
Mis antenas de precario insecto
Embotadas
Mis ojos facetados
Repetitivos
Quizás no perspicaces
Te miro desvestirte en tu ventana
Después de una cita
Con algún elegido
Entre tus innumerables admiradores
Mientras fumo
Bajo un farol en esa esquina
Brumosa y lluviosa
mirando a tu ventana
Desde la calle oscura
Como en el cuadro de un amigo
Y te ansío
Poesía
Desde esta periferia
En que mis torpes dedos
Ejercitan la escritura
Desde los aledaños
Te miro a ti te entreveo
Desde tus afueras
Con mi pluma torpe
Mi compás y sextantes mal ajustados
Mis antenas de precario insecto
Embotadas
Mis ojos facetados
Repetitivos
Quizás no perspicaces
Te miro desvestirte en tu ventana
Después de una cita
Con algún elegido
Entre tus innumerables admiradores
Mientras fumo
Bajo un farol en esa esquina
Brumosa y lluviosa
mirando a tu ventana
Desde la calle oscura
Como en el cuadro de un amigo
Y te ansío
Poesía
Desde esta periferia
En que mis torpes dedos
Ejercitan la escritura
Sobre mi cabeza...
Jorge Etcheverry
Sobre mi cabeza
Como vastos pájaros
Tan abarcadoras como invisibles
Sus alas
Planean en las corrientes eólicas de la historia
Los Grandes Temas
Más bien y en cristiano
Circunstancias
acontecimientos
De indiscutible Vigencia
Que desde un terreno ya sustancial
Y no retórico
Amenazan borrar a la Humanidad
Más temprano que tarde
Pero yo prefiero no acceder
A tus llamados
Oh poesía
Hasta que mi modesta voz
Pueda mostrar
pueda delinear con fuerza
Algunos esguinces vívidos
Que ayuden a destacar
Y no a embotar
Como hacen tantos
Esas terribles realidades
Que circulan sobre nuestras cabezas
Sobre mi cabeza
Como vastos pájaros
Tan abarcadoras como invisibles
Sus alas
Planean en las corrientes eólicas de la historia
Los Grandes Temas
Más bien y en cristiano
Circunstancias
acontecimientos
De indiscutible Vigencia
Que desde un terreno ya sustancial
Y no retórico
Amenazan borrar a la Humanidad
Más temprano que tarde
Pero yo prefiero no acceder
A tus llamados
Oh poesía
Hasta que mi modesta voz
Pueda mostrar
pueda delinear con fuerza
Algunos esguinces vívidos
Que ayuden a destacar
Y no a embotar
Como hacen tantos
Esas terribles realidades
Que circulan sobre nuestras cabezas
Saturday, March 10, 2012
El gato viejo se despereza y se apresta a desenvainar sus uñas para lanzarse en pos de otro gorrión o rata, quizás los últimos. Por Jorge Etcheverry
En la sempiterna mesa del restaurante o café el viejo que repasa sus anécdotas. Las interlocutoras ya se las saben todas de memoria pero se ríen en los momentos clave—mencionan de paso que ya lo han oído todo una y otra vez. Rebusca en el cajón de sastre o cartera de mujer de la memoria el suceso inédito y se da cuenta de que tienen que pasarle otras cosas para poderlas contar. Como un nido repleto de huevos en cuya entraña tiemblan los nuevos eventos en coro llamando a la acción “ mira hombre, todavía te queda un poco de cuerda en la cañuela, te puedes desplazar sin bastón por esas calles de dios o del diablo, métete en bollos, en líos diversos para después poder contárselo a la gente. Incluso en novelas escritas no hace mucho se describía a los viejos como fulanas y fulanos apenas encaramados en los cincuenta que tú dejaste atrás hace rato. Aprovecha tus genes. Lánzate de nuevo a la vida, a la historia—todavía llena de impredecibles que buscan acomodo. Mira las noticias por la tele. Date una vuelta por el Centro de la Ciudad y vuelve a insertarte—en la medida de tus posibilidades—en el ajo, el teje y maneje. Como un pájaro con alas un poco gastadas y deslucidas trata de levantar el vuelo otra vez, hombre, para que puedas volver por un rato y si todo sale bien a contárselo a las interlocutoras del lado opuesto de la mesa”.
Wednesday, March 7, 2012
Sin título
Las notas se desprenden del instrumento y flotan—qué decimos—navegan fluidas como olas—o moléculas de aire en los CUATRO VIENTOS
Empezar de nuevo: mejor como pájaros que sobrevuelan todo eso yecto o que se mueve, los detalles que arrugan este globo terrestre. Pero son una imagen, no vuelan tan arriba, no tiene bajo la vista todo, las zonas grises, los picachos y extensiones acuosas de vago color azul
Bis, en realidad estamos aquí sentados con un medio litro de la casa—esa es la verdad—y las notas parecen mezclarse en el vaso que en este preciso momento me llevo a los labios. Nada más lejos de nosotros que los metaforones de que alguna vez habló Parra
Empezar de nuevo: mejor como pájaros que sobrevuelan todo eso yecto o que se mueve, los detalles que arrugan este globo terrestre. Pero son una imagen, no vuelan tan arriba, no tiene bajo la vista todo, las zonas grises, los picachos y extensiones acuosas de vago color azul
Bis, en realidad estamos aquí sentados con un medio litro de la casa—esa es la verdad—y las notas parecen mezclarse en el vaso que en este preciso momento me llevo a los labios. Nada más lejos de nosotros que los metaforones de que alguna vez habló Parra
Saturday, March 3, 2012
EL ABUELO LEO (QUE EN PAZ DESCANSE)
Jorge Etcheverry
(De mi libro electrónico "Escrito en página blanca", de próxima aparición)
Desde las fotos amarillas del cajón de la cómoda nos está mirando tieso el abuelo, retaco, enfundado en el uniforme, al lado de Ibánez y otros viejos conocidos. Mi abuela cuenta de cuando después de una reunión en la casa del abuelo y sus amigos ella se había ido al dormitorio llorando. Habían gritado "Socorro, mi coronel" y él había salido afuera sin pensar en nada y lo habían tomado y lo llevaron debatiéndose a un auto negro, las cosas que pasan ahora, que parecen nuevas, no son tanto. La abuela echada sobre el sofá muchos años después contaba que uno le había dicho desde debajo del lecho nupcial "No se asuste señora que soy yo", tiritando de miedo el hombre mientras afuera los vehículos se ponen en marcha. Y se ven raros con esos uniformes anchos, mirándonos desde una mesa llena de papeles, en la fotografía. Todos eran masones y el abuelo tenía entre sus libros el Napoleón de Ludwig y una Vida de Lenín y los libros de la Annie Bessant. Desde que tenía doce años yo le sacaba los libros y me los iba llevando a la casa, para leerlos y ahora el abuelo estaba medio inválido, con medio cuerpo muerto y la abuela iba botando poco a poco los libros porque decía que por leer tanta cosa rara le había pasado lo que paso. Los milicos de ahora no son como don Marmaduque o como el abuelo. Son más bien como El Caballo. Al abuelo lo habían echado del ejército pero le habían dado por fin la perseguidora porque le tenían un poco de miedo, parece y algunos ex compañeros de andanzas ocupaban puestos en la Academia de Guerra, casaban a las hijas con profesionales y dueños de fundo. El abuelo (me contaban) se jugaba las propiedades en el Casino de Viña y llegaba verde y furioso a la casa del hijo mayor que vivía en el puerto, en el Cerro Alegre y se ponía a hablar de teosofía y pobre del que le contradijera. Pegaba con el puño en la mesa y nadie se atrevía a hablar y una vez en la casa de mi tío a una señora que le dolía la cabeza él le puso la mano en la frente y le empezó a salir sangre de narices y a la señora se le quito el dolor. Al menos eso es lo que cuentan el tío y las hijas, que ya estaban grandes.
Y me imagino al tío de niño corriendo por el patio, alborozado, gritándole a la abuela "Mama, mamá, están disparando". Los zumbidos como de abejas, pero más fuerte. Los niños corrían, sin saber si los tiros eran otra cosa que abejas, o pájaros, o fuegos artificiales, y la abuela les decía, moviendo los brazos "Para adentro, niños, por Dios". El regimiento se había sublevado en la madrugada. "Que se negaban a ejecutar las ordenes", y no sabían que era eso de "las órdenes", como en los libros de matemáticas del colegio cuando dice "rata por cantidad". Pero se entraron y el abuelo salió como un rayo abrochándose el uniforme, hablando algo de los tiros y los niños y los ojos azules echando chispas, mordiéndose la lengua de rabia y el perro pegaba tirones a la cadena y ladraba, y no se veía a Renato, el ordenanza que era bajito y pelado y siempre sonriente, que le limpiaba las botas al abuelo. En los diarios viejos de la cómoda se lee el siguiente titular "Sofocada la insurrección del Valdivia". Ellos vivían en la Población Militar. El padre de la abuela era joven cuando estallo la Guerra del Pacífico y era médico y peruano y no vio la línea de combate. No hacía distinción entre el bando de los heridos. Al terminar la guerra se vino al Norte y se casó con chilena. Tuvo varios hijos hombres y una niña que no mandó nunca a la escuela y educó por medio de preceptores. Cuando hacía visitas a los pobres del pueblo les dejaba en la mesa el dinero para las recetas. Murió en Santiago. Su mujer le siguió poco tiempo después.
Estas cosas circulaban y cambiaban en la familia. Yo no las entendí muy bien hasta bien entrados los dieciséis años, y los amigos del abuelo se juntaban a hablar de teosofía y hablar de discos voladores y ya había varios que estaban enfermos y él los miraba a todos desde los ojos húmedos de su hemiplejja y cada vez hablaba menos hasta que no fueron más, o muy rara vez y por entonces murió Grove y cuando le contaron ya mi abuelo no sabía de qué se estaba hablando y los miraba a todos y sonreía. Había venido también del Norte. Entre Copiapó y Caldera se suelen ver mirajes que reproducen entera una ciudad, que está muy lejos, con gente y todo. Me conté la abuela. Al abuelo no le gustaba hablar de su familia. Decían que el padre era usurero. Mi abuela era la hija del medico del pueblo y antes de conocer al abuelo salía con un oficial de la marina inglesa, mercante, me imagino, que medía cerca de dos metros. Un turco que vivía en la casa que fue de la familia del abuelo se volvió misteriosamente rico. Distinguido siempre, mi coronel, a los veinticinco. Profesor de la academia de guerra. En las fotos se ve siempre de uniforme, o inclinado sobre mapas de campaña, con un puntero en la mano. Al fondo un tren. Nunca hablaba de la madre. La hermana, que no frecuentaba, vendía azúcar por paquetitos y hacía sahumerios en una casa de una cuadra de una población el barrio de Lo Prado. Murió de pulmonía. Le encontraron una fortuna en acciones y un cofre con chauchas y monedas antiguas de plata El retrato del abuelo pegado en la parte de adentro de la tapa del baúl.
Fue cuando torturaban a Dávila cuando el abuelo se peleó con el Caballo. Lo sacaban de la celda y lo colgaban de los pies con la cara en el barro. Al poco tiempo murió de tisis. Eso para que no se diga que estas cosas son nuevas. A los maricones también los andaban tomando los tiras. Los turcos se enriquecían y los militares se la pasaban en fiestas. El abuelo enfermo y todo siempre decía por un lado de la boca que no hay peor gente que los tiras. Los amarraban, les metían los pies en bateas con cemento. Cuando se endurecía los tiraban al río. El abuelo no podía dormir en la noche, cuando lo de Dávila y los otros, y tantos, y los amigos llegaban a cualquier hora del día y se quedaban en el comedor, y la biblioteca o en el líving hablando hasta tarde. Los niños se quedaban escuchando con la oreja parada detrás de la puerta y a veces los oían gritar. El abuelo––decía mi mamá––no podía dormir en la noche y la abuela le decía "Qué me cuentas a mí esas cosas, que culpa tengo yo". Entre los que iban estaba don Marmaduque. Es el viejecito de la foto grande, muchos años después, el de la barba y el pelo blancos, crespos y como floridos. Pero a las finales hasta don Marmaduque dejó de venir. Pero por ese entonces yo tenía mi primera bicicleta y me enamoraba de la primera niña rubia y nos cambiábamos de barrio. Traté de cortarme el pelo solo y miraba las fotografías del abuelo, de perfil, retaco, con las orejas de lóbulo grande y la mirada clara, fría. Mi abuelo se conservaba bien, justo hasta antes del ataque, estaba sano. Caminaba todos los días hasta la Plaza de Nuñoa y leía libros de teosofía. Recibía muchos amigos, uno de ellos un viejecito, oficial retirado, con el bastón lleno de insignias, y a la señora Filipina. Pero el fulano que se escondió esa noche debajo de la cama de la abuela me dicen que no se apareció nunca. Nunca saludó a mi abuela por la calle y sí la veía se ponía rojo y cruzaba a la otra vereda. Antes no faltaba el día, dice mi madre, en que llegaran con flores para las hijitas del coronel, invitaciones a fiestas para las hijitas del coronel. Después que arrestaron al abuelo (que entonces todavía no era abuelo), cruzaban a la otra vereda para no saludar. Pero los masones se portaron bien. Nunca faltaron la plata ni los víveres. El coronel fue deportado a la Isla Juan Fernández, relegado, como se diría ahora. Pero siempre tuvo mal carácter. Cuando se enojaba salía a azotar al perro y una vez le cruzó la cara con una varilla de sauce al hijo mayor porque llevó unos amigos del colegio a la casa familiar donde vivían sus hermanas, por llevar tipos jóvenes a una casa donde había niñas mujeres. Mi mamá dice que cuando eran chicos los soldados se cuadraban cuando ellos pasaban a la escuela y les gustaba llevar a los compañeros a tomar té a la casa para que vieran eso y ellas les decían "Es que el papá va a ser presidente". Pero pusieron al Caballo Ibáñez y el abuelo lo gritaba y le hacía los discursos y luego de las discusiones llegaba un auto y un oficial con regalos para las niñas del Coronel y el Coronel no salía de la casa hasta que rodeado de automóviles iba El Caballo a convencerlo de que saliera. El abuelo decía siempre "este infeliz", pero el infeliz lo tomó preso, lo mando relegar a Juan Fernández y después lo dieron de baja en el ejército. Yo leía los libros que le sacaba al viejo pero no entendía mucho. Yo estudiaba en el colegio. No era muy porro. Pero ni mucho ni poco. Lo suficiente, como todo el mundo. Empezaban a morirse los parientes viejos.
Cuando llegamos a la pieza que ocupaba la tía abuela––el resto de la casa estaba tapizado de una capa de huaipe, papeles, cubiertos y platos sucios. Según una de mis tías los arrendatarios ya lo habían revisado todo. Yo abrí un baúl viejo de madera y encontré paquetes de acciones y cartas de las compañías anunciando dividendos y las reuniones de accionistas. Una enorme cantidad de estampillas; una gran cantidad de chauchas de cobre y algunas de plata, cincos y dieces. Monedas antiguas y extranjeras incluso un dólar americano macizo. Un paquete casi nuevo de naipes chilenos y un libro de astrología lleno de marcas de lápiz rojo y las puntas de las páginas dobladas. Tarjetas de pascua recibidas desde el año 27, algunas fotos amarillentas de mi bisabuela, de moño y vestido largo. Un revólver viejo, descargado, que imagino sería 22 y que mi tía me arrebató mientras yo lo examinaba (después supe que se lo dio a los arrendatarios). Un libro de cuentas del boliche. Varios cuchillos herrumbrosos de cacha blanca, de hueso creo, y atados de hierbas secas. Algunas medallitas de aluminio y bronce y otras cosas del mismo estilo que sería fastidioso enumerar. Por dentro, en la tapa del cofre, una imagen de unos veinte por quince de la Virgen del Carmen, a todo color y marco dorado. Fija en el fondo por una cinta de scotch que recorría los bordes, negra, grasosa, ausente en algunos sitios, una foto grande del abuelo joven, teniente, la cara pétrea y los ojos claros grandes e inexpresivos. Es cierto que por esa época yo era muy fantasioso. Leía mucho, andaba con libros en los bolsillos y cuando eran grandes los recortaba a punta de gilé para que cupieran y por varios años ni supe qué pasaba porque a veces incluso leía parado en las micros.
Ahora el viejo estaba inválido y ya no me obligaba a caminar cuarenta cuadras al día como cuando yo tenía 8 y ya no salía a matar animales ––conejos o lo que fuera––cerca de Vicuña, donde tenía conocidos con fundo. A veces a la vuelta llegaba con bolsas llenas de paltas y papayas. Ahora llegaban los amigos a ver al Coronel y hablaban de platillos voladores y de la filosofía rosacruz mientras el abuelo los miraba sin hablar con sus ojos húmedos y después ya no iban más. Algunos se morían y las amistades de la familia eran ahora ex empleados de banco y vendedores de casas comerciales. El viejo estaba inválido desde hace veinte años, volviendo a ser chico, olvidándose de todo, hasta del jardín que hay al otro lado de la ventana, hablando a veces con personas de antes. Pedía a veces la lupa y leía la misma revista, miraba las fotos amarillentas, de él mismo en uniforme, del Caballo, de bigotes y cara cuadrada, luciendo la banda presidencial. O leía las palabras que había escrito en los muebles, en el reverso de las fotos, hace como diez años atrás, como para no olvidarse de escribir, o como si estuviera empezando a escribir de nuevo. Y los otros, como hace tantos años, dicen, seguían parados en las esquinas, con sus bototos o sus tenidas flamantes, pero sin engañar a nadie, al aguaite, a la pesca de alguna palabra, de algún gesto, para mandar a otros relegados a otras islas, o hacerlos desaparecer, mientras las palomas se desprenden de las cornisas de la Plaza de Armas a caminar con torpeza por la calle.
(De mi libro electrónico "Escrito en página blanca", de próxima aparición)
Desde las fotos amarillas del cajón de la cómoda nos está mirando tieso el abuelo, retaco, enfundado en el uniforme, al lado de Ibánez y otros viejos conocidos. Mi abuela cuenta de cuando después de una reunión en la casa del abuelo y sus amigos ella se había ido al dormitorio llorando. Habían gritado "Socorro, mi coronel" y él había salido afuera sin pensar en nada y lo habían tomado y lo llevaron debatiéndose a un auto negro, las cosas que pasan ahora, que parecen nuevas, no son tanto. La abuela echada sobre el sofá muchos años después contaba que uno le había dicho desde debajo del lecho nupcial "No se asuste señora que soy yo", tiritando de miedo el hombre mientras afuera los vehículos se ponen en marcha. Y se ven raros con esos uniformes anchos, mirándonos desde una mesa llena de papeles, en la fotografía. Todos eran masones y el abuelo tenía entre sus libros el Napoleón de Ludwig y una Vida de Lenín y los libros de la Annie Bessant. Desde que tenía doce años yo le sacaba los libros y me los iba llevando a la casa, para leerlos y ahora el abuelo estaba medio inválido, con medio cuerpo muerto y la abuela iba botando poco a poco los libros porque decía que por leer tanta cosa rara le había pasado lo que paso. Los milicos de ahora no son como don Marmaduque o como el abuelo. Son más bien como El Caballo. Al abuelo lo habían echado del ejército pero le habían dado por fin la perseguidora porque le tenían un poco de miedo, parece y algunos ex compañeros de andanzas ocupaban puestos en la Academia de Guerra, casaban a las hijas con profesionales y dueños de fundo. El abuelo (me contaban) se jugaba las propiedades en el Casino de Viña y llegaba verde y furioso a la casa del hijo mayor que vivía en el puerto, en el Cerro Alegre y se ponía a hablar de teosofía y pobre del que le contradijera. Pegaba con el puño en la mesa y nadie se atrevía a hablar y una vez en la casa de mi tío a una señora que le dolía la cabeza él le puso la mano en la frente y le empezó a salir sangre de narices y a la señora se le quito el dolor. Al menos eso es lo que cuentan el tío y las hijas, que ya estaban grandes.
Y me imagino al tío de niño corriendo por el patio, alborozado, gritándole a la abuela "Mama, mamá, están disparando". Los zumbidos como de abejas, pero más fuerte. Los niños corrían, sin saber si los tiros eran otra cosa que abejas, o pájaros, o fuegos artificiales, y la abuela les decía, moviendo los brazos "Para adentro, niños, por Dios". El regimiento se había sublevado en la madrugada. "Que se negaban a ejecutar las ordenes", y no sabían que era eso de "las órdenes", como en los libros de matemáticas del colegio cuando dice "rata por cantidad". Pero se entraron y el abuelo salió como un rayo abrochándose el uniforme, hablando algo de los tiros y los niños y los ojos azules echando chispas, mordiéndose la lengua de rabia y el perro pegaba tirones a la cadena y ladraba, y no se veía a Renato, el ordenanza que era bajito y pelado y siempre sonriente, que le limpiaba las botas al abuelo. En los diarios viejos de la cómoda se lee el siguiente titular "Sofocada la insurrección del Valdivia". Ellos vivían en la Población Militar. El padre de la abuela era joven cuando estallo la Guerra del Pacífico y era médico y peruano y no vio la línea de combate. No hacía distinción entre el bando de los heridos. Al terminar la guerra se vino al Norte y se casó con chilena. Tuvo varios hijos hombres y una niña que no mandó nunca a la escuela y educó por medio de preceptores. Cuando hacía visitas a los pobres del pueblo les dejaba en la mesa el dinero para las recetas. Murió en Santiago. Su mujer le siguió poco tiempo después.
Estas cosas circulaban y cambiaban en la familia. Yo no las entendí muy bien hasta bien entrados los dieciséis años, y los amigos del abuelo se juntaban a hablar de teosofía y hablar de discos voladores y ya había varios que estaban enfermos y él los miraba a todos desde los ojos húmedos de su hemiplejja y cada vez hablaba menos hasta que no fueron más, o muy rara vez y por entonces murió Grove y cuando le contaron ya mi abuelo no sabía de qué se estaba hablando y los miraba a todos y sonreía. Había venido también del Norte. Entre Copiapó y Caldera se suelen ver mirajes que reproducen entera una ciudad, que está muy lejos, con gente y todo. Me conté la abuela. Al abuelo no le gustaba hablar de su familia. Decían que el padre era usurero. Mi abuela era la hija del medico del pueblo y antes de conocer al abuelo salía con un oficial de la marina inglesa, mercante, me imagino, que medía cerca de dos metros. Un turco que vivía en la casa que fue de la familia del abuelo se volvió misteriosamente rico. Distinguido siempre, mi coronel, a los veinticinco. Profesor de la academia de guerra. En las fotos se ve siempre de uniforme, o inclinado sobre mapas de campaña, con un puntero en la mano. Al fondo un tren. Nunca hablaba de la madre. La hermana, que no frecuentaba, vendía azúcar por paquetitos y hacía sahumerios en una casa de una cuadra de una población el barrio de Lo Prado. Murió de pulmonía. Le encontraron una fortuna en acciones y un cofre con chauchas y monedas antiguas de plata El retrato del abuelo pegado en la parte de adentro de la tapa del baúl.
Fue cuando torturaban a Dávila cuando el abuelo se peleó con el Caballo. Lo sacaban de la celda y lo colgaban de los pies con la cara en el barro. Al poco tiempo murió de tisis. Eso para que no se diga que estas cosas son nuevas. A los maricones también los andaban tomando los tiras. Los turcos se enriquecían y los militares se la pasaban en fiestas. El abuelo enfermo y todo siempre decía por un lado de la boca que no hay peor gente que los tiras. Los amarraban, les metían los pies en bateas con cemento. Cuando se endurecía los tiraban al río. El abuelo no podía dormir en la noche, cuando lo de Dávila y los otros, y tantos, y los amigos llegaban a cualquier hora del día y se quedaban en el comedor, y la biblioteca o en el líving hablando hasta tarde. Los niños se quedaban escuchando con la oreja parada detrás de la puerta y a veces los oían gritar. El abuelo––decía mi mamá––no podía dormir en la noche y la abuela le decía "Qué me cuentas a mí esas cosas, que culpa tengo yo". Entre los que iban estaba don Marmaduque. Es el viejecito de la foto grande, muchos años después, el de la barba y el pelo blancos, crespos y como floridos. Pero a las finales hasta don Marmaduque dejó de venir. Pero por ese entonces yo tenía mi primera bicicleta y me enamoraba de la primera niña rubia y nos cambiábamos de barrio. Traté de cortarme el pelo solo y miraba las fotografías del abuelo, de perfil, retaco, con las orejas de lóbulo grande y la mirada clara, fría. Mi abuelo se conservaba bien, justo hasta antes del ataque, estaba sano. Caminaba todos los días hasta la Plaza de Nuñoa y leía libros de teosofía. Recibía muchos amigos, uno de ellos un viejecito, oficial retirado, con el bastón lleno de insignias, y a la señora Filipina. Pero el fulano que se escondió esa noche debajo de la cama de la abuela me dicen que no se apareció nunca. Nunca saludó a mi abuela por la calle y sí la veía se ponía rojo y cruzaba a la otra vereda. Antes no faltaba el día, dice mi madre, en que llegaran con flores para las hijitas del coronel, invitaciones a fiestas para las hijitas del coronel. Después que arrestaron al abuelo (que entonces todavía no era abuelo), cruzaban a la otra vereda para no saludar. Pero los masones se portaron bien. Nunca faltaron la plata ni los víveres. El coronel fue deportado a la Isla Juan Fernández, relegado, como se diría ahora. Pero siempre tuvo mal carácter. Cuando se enojaba salía a azotar al perro y una vez le cruzó la cara con una varilla de sauce al hijo mayor porque llevó unos amigos del colegio a la casa familiar donde vivían sus hermanas, por llevar tipos jóvenes a una casa donde había niñas mujeres. Mi mamá dice que cuando eran chicos los soldados se cuadraban cuando ellos pasaban a la escuela y les gustaba llevar a los compañeros a tomar té a la casa para que vieran eso y ellas les decían "Es que el papá va a ser presidente". Pero pusieron al Caballo Ibáñez y el abuelo lo gritaba y le hacía los discursos y luego de las discusiones llegaba un auto y un oficial con regalos para las niñas del Coronel y el Coronel no salía de la casa hasta que rodeado de automóviles iba El Caballo a convencerlo de que saliera. El abuelo decía siempre "este infeliz", pero el infeliz lo tomó preso, lo mando relegar a Juan Fernández y después lo dieron de baja en el ejército. Yo leía los libros que le sacaba al viejo pero no entendía mucho. Yo estudiaba en el colegio. No era muy porro. Pero ni mucho ni poco. Lo suficiente, como todo el mundo. Empezaban a morirse los parientes viejos.
Cuando llegamos a la pieza que ocupaba la tía abuela––el resto de la casa estaba tapizado de una capa de huaipe, papeles, cubiertos y platos sucios. Según una de mis tías los arrendatarios ya lo habían revisado todo. Yo abrí un baúl viejo de madera y encontré paquetes de acciones y cartas de las compañías anunciando dividendos y las reuniones de accionistas. Una enorme cantidad de estampillas; una gran cantidad de chauchas de cobre y algunas de plata, cincos y dieces. Monedas antiguas y extranjeras incluso un dólar americano macizo. Un paquete casi nuevo de naipes chilenos y un libro de astrología lleno de marcas de lápiz rojo y las puntas de las páginas dobladas. Tarjetas de pascua recibidas desde el año 27, algunas fotos amarillentas de mi bisabuela, de moño y vestido largo. Un revólver viejo, descargado, que imagino sería 22 y que mi tía me arrebató mientras yo lo examinaba (después supe que se lo dio a los arrendatarios). Un libro de cuentas del boliche. Varios cuchillos herrumbrosos de cacha blanca, de hueso creo, y atados de hierbas secas. Algunas medallitas de aluminio y bronce y otras cosas del mismo estilo que sería fastidioso enumerar. Por dentro, en la tapa del cofre, una imagen de unos veinte por quince de la Virgen del Carmen, a todo color y marco dorado. Fija en el fondo por una cinta de scotch que recorría los bordes, negra, grasosa, ausente en algunos sitios, una foto grande del abuelo joven, teniente, la cara pétrea y los ojos claros grandes e inexpresivos. Es cierto que por esa época yo era muy fantasioso. Leía mucho, andaba con libros en los bolsillos y cuando eran grandes los recortaba a punta de gilé para que cupieran y por varios años ni supe qué pasaba porque a veces incluso leía parado en las micros.
Ahora el viejo estaba inválido y ya no me obligaba a caminar cuarenta cuadras al día como cuando yo tenía 8 y ya no salía a matar animales ––conejos o lo que fuera––cerca de Vicuña, donde tenía conocidos con fundo. A veces a la vuelta llegaba con bolsas llenas de paltas y papayas. Ahora llegaban los amigos a ver al Coronel y hablaban de platillos voladores y de la filosofía rosacruz mientras el abuelo los miraba sin hablar con sus ojos húmedos y después ya no iban más. Algunos se morían y las amistades de la familia eran ahora ex empleados de banco y vendedores de casas comerciales. El viejo estaba inválido desde hace veinte años, volviendo a ser chico, olvidándose de todo, hasta del jardín que hay al otro lado de la ventana, hablando a veces con personas de antes. Pedía a veces la lupa y leía la misma revista, miraba las fotos amarillentas, de él mismo en uniforme, del Caballo, de bigotes y cara cuadrada, luciendo la banda presidencial. O leía las palabras que había escrito en los muebles, en el reverso de las fotos, hace como diez años atrás, como para no olvidarse de escribir, o como si estuviera empezando a escribir de nuevo. Y los otros, como hace tantos años, dicen, seguían parados en las esquinas, con sus bototos o sus tenidas flamantes, pero sin engañar a nadie, al aguaite, a la pesca de alguna palabra, de algún gesto, para mandar a otros relegados a otras islas, o hacerlos desaparecer, mientras las palomas se desprenden de las cornisas de la Plaza de Armas a caminar con torpeza por la calle.
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About Me
- j.etcheverry
- Ottawa, Ontario, Canada
- Canadá desde 1975, se inicia en los 60 en el Grupo América y la Escuela de Santiago. Sus libros de poemas son El evasionista/the Escape Artist (Ottawa, 1981); La calle (Santiago, 1986); The Witch (Ottawa, 1986); Tánger (Santiago, 1990); Tangier (Ottawa, 1997); A vuelo de pájaro (Ottawa, 1998); Vitral con pájaros (Ottawa; 2002) Reflexión hacia el sur (Saskatoon, 2004) y Cronipoemas (Ottawa, 2010) En prosa, la novela De chácharas y largavistas, (Ottawa, 1993). Es autor de la antología Northern Cronopios, antología de narradores chilenos en Canadá, Canadá, 1993. Tiene prosa, poesía y crítica en Chile, Estados Unidos, Canadá, México, Cuba, España y Polonia. En 2000 ganó el concurso de nouvelle de www.escritores.cl con El diario de Pancracio Fernández. Ha sido antologado por ejemplo en Cien microcuentos chilenos, de Juan Armando Epple; Latinocanadá, Hugo Hazelton; Poéticas de Chile. Chilean Poets. Gonzalo Contreras; The Changuing Faces of Chilean Poetry. A Translation of Avant Garde, Women’s, and Protest Poetry, de Sandra E.Aravena de Herron. Es uno de los editores de Split/Quotation – La cita trunca.