Jorge Etcheverry Arcaya
Un
ataque de gota en el pie derecho ha impedido que me desplace como solía
hacerlo. Además, y quizás como respuesta al abigarramiento sanguinolento de la
así llamada “situación mundial” (el microcosmos reproduce al macrocosmos), o de
seguro como efecto de la edad—a estas alturas uno tiene que ponerse taoísta, o
dialéctico, según cómo y de dónde se mire—me ha bajado un poco de depre, creo,
o neurastenia, para recordar una palabra que estaba bastante de moda en in
juventud. Mi mejor amiga, una niña menor que la mitad de mi edad, Guagua
L’Amore (ése era su nomme de guerre cuando hacía estriptease, el verdadero no lo voy a
revelar) acaba de recibir una beca para terminar su postgrado en una
universidad de Estados Unidos y viene a la ciudad solo de vez en cuando. Ella
era la que veía más a menudo y ya casi no veo a nadie. Ni falta que me hace.
Poco se interesa la gente en la política, la literatura, etc., a lo mejor es el
fenómeno del dumbing
down, como le dicen por aquí. En cristiano, como decía mi abuela, es que la gente está cada día más bruta.
Ahora salen por todas partes del mundo unos fulanos diciendo con toda frescura
unas cosas que hace unos diez años nos habrían puesto los pelos de punta o los
hubieran cubierto de ridículo a ellos. Pero nada. Todo el mundo como si no
fuera gran cosa. Pero en fin, no nos pongamos líricos, o láricos, que entonces
a lo mejor el amigo Jorge no me publica esta crónica, ya que ahora le ha dado
por andar viendo clichés por todas partes, cosa que yo atribuyo a que lee tanta
cosa en pantalla y parece que está medio saturado, ya que una de las leyes de
la cibernética es, si mal no me acuerdo, que saturación es igual a esquema.
Pero vengo de vez en cuando a este restaurante a tomarme un medio litro de
tinto, comerme unas alitas picantes, no muy seguido por eso del colesterol,
aunque dicen que el vino tinto es una receta de longevidad. No me tratan de echar si me quedo un poco más
de lo conveniente y la poca gente que todavía tiene interés en hablar conmigo
sabe dónde encontrarme, para tomarse un par de tragos, pagármelos a mí si
pueden, y darle un rato a la sin hueso.
No sé
cómo ese individuo flaco, de edad imprecisa, de rasgos borrosos y ojos
notablemente pequeños *se enteró de mi por así decir cambio de oficina. Sin
pedir permiso, pero con gestos sorprendentemente gráciles—como los de un
bailarín que anduviera de civil, se sentó a mi mesa sin pedirme permiso, me
saludó con una breve inclinación de cabeza mientras yo no atinaba a hacer o a
decir nada para impedirlo: ese personaje daba la impresión de estar rodado por
un aura, algo así como cuando el día invernal es muy seco y uno se sirve un
café, se le erizan los pelos del dorso de la mano y hace balancearse un poco a
las copas de estererofón, por la energía magnética, o cuando al abrir el
paquete de cigarrillos el papel celofán se le queda pegado en la mano a uno.
Inmediatamente sentí que se acrecentaba ese zumbido que me viene a veces a los
oídos, y que según el doctor es una tinitis. Luego, en un inglés muy
internacional me dijo que en realidad venía del futuro, que me había ubicado a
través de una búsqueda en un café internet—de los pocos que quedan, debo decir,
porque la gente parece que lo hace todo (o casi) por los teléfonos nuevos,
esos, con pantalla, que además de tener uno que pagar un dineral, no se avienen
mucho a mis dedos artríticos, según el mismo doctor, aunque todavía no se me
note—en pocas palabras, había gente que venía a hablar conmigo a veces, yo
escribía a veces sobre esas entrevistas, pero nadie las tomaba muy en serio. En
resumen, yo era ideal para que me desenrollara su culebra y como nadie como
digo me iba a tomar en serio, no había la posibilidad de alterar el rumbo de la
historia con una paradoja inaceptable. Es decir, a nivel anecdótico, de perros
chicos, todo vale. Si no creen manoseen un poco a la internet. Pero vamos al
grano. En resumidas cuentas, y por lo que le pude entender, me sentía un poco
mareado, aunque me tomo la píldora para la presión en la mañana, como me dijo
este doctor que tengo ahora, se trataba de que en el siglo veintiuno (este de
ahora), se había producido la globalización—yo pensaba “cuéntate una nueva”—y
como respuesta la gente en todos lados se había refugiado en sus raíces, la
famosa identidad, lo que había derivado hacia la mitad de siglo en una plétora
de estados y para estados y mini estados nacionalistas, en guerras de baja
intensidad (low intensity conflicts, el tipo hablaba en inglés) que se habían
hecho permanentes, pero cuyas capas dirigentes, que en general tenían en sus
manos el poder político, económico, militar y religiosos, más bien trataban de
mantener, aunque para ese entonces contaban todos más o menso con la misma
tecnología y el mismo así llamado modo de producción, capitalista en sus
diversas manifestaciones, puesto que a esas alturas del partido ya todos
estaban globalizados, salvo en América latina, donde se llevaban a cabo en
diversos países diversas formas de sistema más o menos socialistas. Cuando la
atención del mundo se volvió hacia los asuntos siempre presentes en sus efectos
de la contaminación ambiental, el agotamiento de los recursos naturales, la
explosión demográfica, que las religiones principales fomentaban, la
desigualdad social y genérica, era casi demasiado tarde. Lugo los sectores más
conscientes, después de prolongadas luchas, pudieron imponer un sistema mundial
de gestión humanista, que en realidad había sido el núcleo la semilla que
encerraban las concepciones socialistas y comunistas del pasado, y cuya regla
de oro, por así decir, aparte de la igualdad de oportunidades para toda la
gente, era la estasis: 0 crecimiento económico, 0 aumento de la población. Pero
sólo después que el terrorismo ecológico, anti industrial y feminista obligó a
la adopción de medidas universales que forzaban la igualdad de géneros y controlaban la explotación de recursos y la
economía hasta en sus menores detalles. Si esos cambios se hubieran producido
unos cincuenta años antes (por los 2025-30, había dicho), se hubieran ahorrado
no sólo innumerables vidas y casi inimaginable sufrimiento, sino que se gozaría
de un ambiente de mejor calidad y la compañía de cientos de especies animales y
vegetales hermanas que se extinguieron. “En breve, me dijo, me gustaría que
dedicaras tu vida a un solo mensaje nuclear, que viniendo de ti no se ve a
tomar mucho en cuenta, casi nadie te lee, y así no va a cambiar la historia y
no es una paradoja. Por otro lado, en una de estas a lo mejor agarra esta idea
alguna de esas lumbreras progresistas, de esas que se invita a dar conferencias
pagadas y cuyos libros se venden bien en las librerías progresistas. Entonces
quizás se pueda aminorar el impacto de la Edad Oscura. No suprimirla, sino
aliviarla un poco. Podemos, tú y yo, engañar al tiempo, a la historia, por el
bien de la humanidad, como el viejo tonto ese de Mao que movía montañas.
Podemos aportar nuestro granito de arena. Cualquier cambio es importante. Por cada viejo que mueve montañas
hay cientos de miles que no: “el viejo tonto que no movía las montañas”. Tu
mensaje debe ser entonces, “La identidad es reaccionaria”. Después pasó a un
tema más común y corriente. Me dijo que como era del futuro, por supuesto que
no tenía dinero de esta época y me pidió que le pagara sus cervezas.